Arteleaks
La mujer es intrínsecamente hipócrita, del genio de la ironía

Mujer que sabe latín
Por Alberto Farfán
En estos tiempos de corrección política y de nuevas variantes conceptuales del feminismo, resulta interesante y revelador lo que a continuación dejaremos asentado. Y nótese que quien esto redacta sólo es un humilde transcriptor de toda una autoridad en la materia.
¿Falsa con relación a sus apetitos carnales?, ¿mojigata? ¿Falsa con respecto a su forma de conducirse ante la iniciativa diversa del hombre?, ¿manipuladora? ¿Falsa en su manera de externar, verbal o físicamente, ese cúmulo de aspiraciones individuales frente al mundo todo? ¿Hipócrita, en suma? Sí, en efecto, la mujer es una hipócrita, según se observará.
Para leer más del autor: Peter Handke y la inexorable paradoja del ser o no ser
En la Edad Media y en el siglo XVI ocurrió lo siguiente con las mujeres: “Para preservar su virtud no se les enseñaba a discernir entre el bien y el mal, a reconocer el mal bajo las diferentes máscaras que adopta, ni se les instruía acerca de la mecánica de las pasiones para que adquirieran la posibilidad de manejarlas o dominarlas, sino que se las mantenía en la más absoluta ignorancia y sólo se les inculcaba la práctica de ciertas devociones religiosas, una práctica que no iba más allá de una mera repetición de frases desprovistas de significado y de gestos rituales y sin sentido.”
Por lo tanto, tuvo que suceder lo inevitable: “las mujeres, incapaces de comprender la razón de las exigencias que emanaban desde arriba ni de disponer de los medios para cumplirlas tenían que simular continencia cuando lo que las devoraba era la lascivia, desasimiento cuando estaban desvanecidas por los embelecos del mundo, honestidad cuando lo único que maquinaban era burla y su piedad fingimiento y su obediencia cinismo.”
Sin embargo, se deberá de entender que tanto ayer como hoy –seguimos leyendo– “los maridos no son ni el milagro de San Antonio, ni el monstruo de la laguna negra. Son seres humanos (…) a quienes nuestra inferioridad les perjudica tanto o más que a nosotras, para quienes nuestra ignorancia o irresponsabilidad es un lastre que los hunde. Y que para escapar de una condición que no aguantan y que no modifican porque no entienden se dan, como lo proclaman nuestras más populares canciones, a la bebida y a la perdición… cuando no desaparecen del mapa.”
Lee también: Martha Robles en un monólogo catártico revelador, la columna de Alberto Farfán
En consecuencia –se afirmará con pesimismo–, “hasta ahora es el hombre el que ha sido engañado por la hipocresía femenina. Si esa tradición continúa vigente quiere decir que la oportunidad concedida a las mujeres de adquirir un adiestramiento, unos conocimientos, una cultura en fin, no ha hecho variar sus actividades y no la ha vuelto ni más auténtica ni más responsable porque esa oportunidad y su aprovechamiento tampoco ha modificado de una manera esencial la situación de la mujer en la sociedad, situación que continúa siendo enajenada.”
¿Conclusión? “Se ha acusado a las mujeres de hipócritas y la acusación no es infundada. Pero la hipocresía es la respuesta que a sus opresores da el oprimido, que a los fuertes contestan los débiles, que los subordinados devuelven al amo. La hipocresía es la consecuencia de una situación, es un reflejo condicionado de defensa (…) cuando los peligros son muchos y las opciones son pocas.”
En mi descargo, debo dejar en claro que lo anterior fue escrito por una mujer, pero si hay duda en ello véase y/o revísese Mujer que sabe latín, perteneciente a la escritora mexicana Rosario Castellanos, que apareciera publicado en 1973, quien con su genio irónico era capaz de decir muchas cosas interesantes.
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Cárdenas y el cardenismo

En el 85 aniversario de la expropiación petrolera y al amparo de la sentencia de Santayana –“Quien olvida el pasado está condenado a repetir los mismos errores”.
Por Miguel Ángel Sánchez de Armas
Concluyo esta serie con algunas citas de mi libro El peligro mexicano, donde me referí a “el cardenismo”, corriente política que después de aquel sexenio parece haber quedado tan simbólica, petrificada y hueca como el Monumento a la Revolución.
Igual que otras grandes figuras de la historia, Lázaro Cárdenas tuvo y tiene adeptos y detractores. Hubo quienes lo aclamaron hasta colocarlo en un nivel casi mítico, mientras que otros juzgaron su gobierno y su liderazgo un fracaso completo.
Veo en Cárdenas a un hombre genial y primigenio, cuya vida pública estuvo montada, como agudamente observó Daniel Cosío Villegas, “en el macizo pilote del instinto”; un estadista con la consistencia del tezontle, porosidad y dureza, que en su trayectoria ascendió desde los orígenes más humildes hasta el pináculo del poder político y, después de dejar, la Presidencia su prestigio fue en ascenso como conciencia de la Revolución.
Pero siento que el protagonista del episodio que Luis González y González juzgó el más estudiado de nuestra historia y pese a las brillantes plumas que se han entrelazado en su historia, aguarda aún al biógrafo que, a la manera de William Manchester, emprenda el reto de plasmar la gesta de esta personalidad compleja, contradictoria y ciertamente criticable, que tomó decisiones que hoy podemos juzgar ancladas en el autoritarismo, pero que, como su contemporáneo Winston Churchill, no vaciló en jugarse el todo por el todo para consolidar a su país.
Un político comprometido con su tiempo, con sus ideales y con las exigencias del puesto que le fue conferido, que pensaba en los otros antes que en sí mismo, que sin duda cometió errores y tuvo limitaciones, pero cuya obra, en conjunto, arroja más luminosidades que miserias. ¿A cuántos conocemos hoy así?
En el primer semestre de 1938, la situación del cardenismo era precaria. Presiones políticas, económicas y sociales, internas y externas, amenazaban la estabilidad, pero la ruta elegida por Cárdenas para enfrentar a las petroleras, expropiación y no negociación, generó consenso interno y blindó al gobierno contra una ruptura que, en aquellos momentos, muy probablemente hubiera desembocado en otra guerra civil o en la caída del régimen.
Según Merryl Rippy, “el Departamento de Estado (de Estados Unidos) estaba cierto de que el sostén político de Cárdenas dependía del éxito de la expropiación y no estaba dispuesto a precipitar una crisis política mexicana en momentos de crisis mundial”. Pero en tanto Washington se mostraba renuente a intervenir mediante la fuerza en un asunto interno de México, en Londres se percibía que la situación era una amenaza y había “un gran desencanto con la tibia política de la Casa Blanca”.
Y en México, preocupados por el peligro de represalias del poderoso vecino, incluso personeros de la izquierda nacionalista como Vicente Lombardo Toledano pensaban que lo prudente era no provocar a los imperios.
El historiador Hubert Herring—hoy olvidado pero en su tiempo muy presente en el escenario mexicano—observó que varios de los más capaces asesores del gobierno estaban convencidos de que la expropiación sería “un suicidio económico”.
En opinión de Carleton Beals, probablemente no había un experto que se atreviera a aconsejar la expropiación, pues se tenía plena conciencia “de la terrible fuerza de las empresas petroleras, que podían remover cancillerías e incluso gobiernos enteros a su voluntad”.
Pero Cárdenas se caracterizó por un despliegue de voluntad política que buscó la transformación del país y la modificación de estructuras seculares sin desatar la guerra interior. Fue una suerte de conciencia crítica de la Revolución que “con gran rapidez se convirtió en el elemento director de la política nacional”.
En este contexto, cardenismo es sinónimo de una manera particular de ejercer el poder, de una visión del mundo y de una ideología, además de un periodo histórico. Mas se debe apuntar que si bien “cardenismo” es un término que surgió durante ese periodo y posteriormente se hizo moneda de curso corriente entre políticos y académicos, el General mismo no lo utilizó como lema durante su estancia en el poder y se negó a encarnarlo como movimiento político durante los años posteriores, pese a que su estatura nacional se lo hubiese permitido. Él mismo lo precisó en una conversación con Gastón García Cantú: “Ni mis amigos tienen una doctrina que se llame cardenismo”.
Aunque Cárdenas se deslindara de la corriente política a la que dio nombre, muchos revolucionarios sí la reconocieron, entre otras razones porque representó la reconquista de la conciencia del papel de las masas en una nueva sociedad como motor del progreso. En el cardenismo las masas dejan de ser materia prima y se convierten en actores políticos que se respetan y se toman en cuenta.
La historiadora Blanca Aguilar Plata escribió: “ubicado entre el final de la etapa armada de la guerra civil y la transición hacia un modelo de capitalismo liberal, el cardenismo recupera y aplica los principios de la Revolución y fortalece la figura presidencial como responsable directa de la política general y de la aplicación de normas y leyes. Fue un periodo de gran dinamismo del Estado para dirigir y controlar a los diversos sectores económicos y sociales, a los que orientó a la participación en un proyecto global de desarrollo interno, marcado por cierto tinte socialista, que se tradujo en medidas populistas de alivio para aspectos apremiantes de los sectores más marginados del país”.
Cárdenas, figura y memoria que polariza la visión y el juicio de biógrafos y estudiosos de todo el espectro político e ideológico mexicano. “General misionero”, lo santifica uno, mientras que otro lo critica por el pobre juicio que demostró con la mediocridad de su gabinete y alguno más lo ensalza como encarnación de una nueva categoría de fraternidad en el campo mexicano.
Hay acuerdo en que Cárdenas es el creador del presidencialismo que caracteriza al sistema mexicano hasta el día de hoy y cuyo poder, más que constitucional, depende de la homogeneidad ideológica y partidaria del aparato político.
Veamos la opinión que de él tenían algunos de sus compatriotas, comenzando por Alejandro Gómez Arias, autonomista universitario y respetado analista que nació políticamente durante el vasconcelismo, para quien Cárdenas no se distinguió por un genio político deslumbrante o sobrenatural, sino por el cambio que proponía, “aunque lo extraordinario de los últimos años del cardenismo fue la contradicción de que siendo una figura de tanta claridad política, estuviera rodeado por un grupo de hombres improvisados y oportunistas”.
Cosío Villegas, constructor de instituciones, ensalza el modelo de hombre recio que se forjó a sí mismo. Gonzalo N. Santos, el cacique que fuera prototipo de los políticos “a la mexicana”, fue contundente en acusar que si bien los cardenistas profesionales pintaban a Cárdenas como un san Francisco de Asís, de ello no tenía nada.
Dos políticos que se distinguieron como periodistas, Vicente Fuentes Díaz y Francisco Martínez de la Vega. Para el primero, Cárdenas era de sagacidad extraordinaria, sabía mover sus piezas y moverlas bien en el momento oportuno, sutil, silenciosa e inteligentemente: “Fue la única esfinge que supo cambiar la historia con un dinamismo endemoniado”.
Para el segundo, destaca la capacidad del general para acercarse al pueblo y escuchar con paciencia sobrehumana sus lentas, repetidas y torpes exposiciones: “Tiene la grandeza de preocuparse por lo pequeño, por lo individual, con la misma ternura, la misma generosidad y decisión que por lo grande y colectivo”.
Cárdenas tomó decisiones que sus críticos atacaron y sus partidarios justificaron con pasión semejante en aquel México convulso. Las organizaciones obreras y campesinas que concibió para trascender el caudillismo y promover la democracia se quedaron en ideal frustrado, como él mismo lo reconoció en 1961 en conversación con Carlos Fuentes: “No fue mi intención que esos propósitos se frustraran y las organizaciones fuesen manipuladas y corrompidas”.
Cárdenas demostró ser un hombre de capacidades poco habituales en un militar profesional. Creía en México como san Agustín en Dios; guardaba por la Constitución una devoción talmúdica y dio a la Presidencia un aura eclesial. Pero, al mismo tiempo, era un populista carismático, que asoció a las masas trabajadoras en la tarea política de transformar al país; dejó de verlas como dóciles y manipulables rebaños y las puso al frente de la lucha por sus intereses de clase y la edificación del nuevo Estado.
En la revista Hoy, Rodulfo Brito Foucher calificó de “terror mexicano” las políticas del cardenismo. Y la insubordinación llegó al seno de la familia revolucionara. Saturnino Cedillo, compadre del presidente y hombre fuerte de San Luis Potosí, desconoció al gobierno de Cárdenas el 15 de mayo de 1938 y tachó a la expropiación de “acto antieconómico, antipolítico y antipatriótico”.
Y en un comunicado enviado a Washington, el embajador de Estados Unidos, Josephus Daniels, informó que entre las clases altas y los “viejos científicos” existía un fuerte sentimiento de rechazo a las políticas cardenistas, “pues creen que conducen al comunismo”, pero hizo notar que tales críticas no se harían públicas porque como mexicanos “no quieren oponerse a su país y arriesgarse a ser vistos como traidores y amigos de los opresores extranjeros”. No omitió Daniels insistir en la vigorosa movilización desatada por la expropiación, e hizo ver a los formuladores de política de la casa Blanca que la expropiación fue esencial para amalgamar el espíritu de México, en donde privaba la sensación de que la política del cardenismo encarnaba la unidad nacional.
27 de marzo de 2023
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Con Cárdenas en el camino. La mirada de Waldo Frank

Por Miguel Sánchez de Armas
En el 85 aniversario de la expropiación petrolera y al amparo de la sentencia de Santayana “quien olvida el pasado está condenado a repetir los mismos errores”, recupero estampas de aquel sexenio.
Hoy prácticamente olvidado, el escritor y periodista neoyorquino Waldo Frank fue considerado en su día como un “puente cultural” entre Estados Unidos y América Latina. Al igual que sus contemporáneos Jack London y John Reed, fue un intelectual cercano a los movimientos sociales progresistas en su país, las naciones americanas y España. Su obra es de una diversidad y de un compromiso tales que no dejó escuela entre los intelectuales sajones de generaciones posteriores.
En 1937, participó en el congreso de la Liga de Artistas y Escritores Revolucionarios en México. Entrevistó a León Trotski y se hizo amigo y acompañó al presidente Lázaro Cárdenas en recorridos por el país. El 1 de octubre de 1939 publicó en Foreign Affairs un texto que nos deja un singular testimonio personal sobre el temperamento político del general. A continuación un extracto:
Si la prensa estadounidense está llena de dudas sobre la valía y sabiduría de Lázaro Cárdenas, apenas podemos culparnos nosotros. El presidente de México tiene peor prensa en su propio país. En círculos de la clase media allá, incluso aquellos bien intencionados, uno rara vez escucha que sea alabado excepto levemente o con solemnes reservas. [Algunos] periodistas explican con gran detalle que Cárdenas es uno de los astutos servidores del “judaísmo internacional comunista”. Activistas sinceros de pensamiento revolucionario […] intentan demostrar cómo el “ingenuo” Cárdenas se deja manipular por los fascistas y corre el peligro de convertirse en un segundo Madero.
[…] No es frecuente que la naturaleza más profunda de un pueblo se exprese en un estadista […] En estos tiempos sólo dos dirigentes políticos parecen dignos de compararse con la sustancia, el origen y esperanzas de su pueblo: uno es Gandhi en la India; el otro el mucho menos comprendido Lázaro Cárdenas de México. Ambos han adaptado por primera vez a los problemas específicos de sus pueblos métodos inherentes a sus propias culturas. Ambos diseñan la independencia para naciones aún muy lejos de ella. Ambos son políticos pragmáticos cuyo trabajo, siendo profundo, está pobremente reflejado en la superficie y debe ser examinado en términos de la ética y de la cultura.
[…] El punto que debo hacer es que ningún mexicano y ninguna época del pasado de México puede decirse que representa enteramente a México.
En Cárdenas la idiosincrasia y la acción política son una. No quiero decir que ahora, como en los cuentos de hadas, México ‘vivirá por siempre feliz’. Hay tiempos oscuros en el futuro; tiempos de amenaza a lo poco que trágicamente se ha avanzado: el mejor de los casos un tiempo de pausa. Pero en la vida mexicana hay el comienzo orgánico de una nueva tradición mexicana. ‘Mi trabajo’, me dijo Cárdenas -y espero que disculpe esta indiscreción puesto que es modesto, discreto y reticente como sus antepasados tarascos- ‘mi trabajo es principalmente crear una nueva tradición’.
[…] Veamos al hombre. La última vez que vi a Lázaro Cárdenas en acción fue recientemente en Sonora […] Manejamos desde Vícam, al suroeste de Guaymas entre oleadas de polvo caliente como carbón encendido, a Jori, uno de ocho pueblos yaquis.
Los yaquis, un pueblo pobre en las artes y sin música cuya vitalidad parece haberse invertido en la resistencia, nunca ha sido realmente pacificado. […] El resultado es que durante diez años los yaquis, con más pan y menos hijos muertos, no han emprendido ninguna incursión contra los ‘mexicanos’. Pero el resentimiento, la desconfianza, un feroz amor por la libertad, están cincelados en sus facciones pétreas.
Todo había sido cuidadosamente arreglado: los ocho gobernadores de los ocho pueblos yaquis debían reunirse y conferenciar con el presidente de México en Jori […]. El presidente Cárdenas arribó sin guardias entre una nube de polvo; sus ayudantes militares se quedaron en Vícam. Los yaquis atisbaron en silencio desde sus chozas techadas de adobe […] El jefe ‘de contacto’, Pluma Blanca, con dos pistolas al cinto, avanzó y dio un saludo brusco al visitante. Sus facciones nudosas no ofrecían ninguna blandura, pero en contraste con el rostro del verdadero jefe, a quien conocí después, su expresión era amable. Solo un par de los gobernadores había llegado, explicó en español balbuceante. Dos veces, mientras Cárdenas permanecía tranquilamente con nosotros bajo la sombra de un ancho ahuehuete, el tambor repitió su anuncio: dos gobernadores más se presentaban. El significado era claro: un presidente de 20 millones de mexicanos equivale a un gobernador de menos de mil yaquis.
[…] Finalmente [Pluma Blanca] explicó que en el grupo de hombres en el patio de la ‘casa grande’ estaban cuatro de los ocho gobernadores y que los otros no iban a presentarse. Los otros cuatro se rehusaron a viajar a Jori. Estaba demasiado lejos; era por debajo de su dignidad.
«Bueno, aquí estamos», dijo Cárdenas. «Platiquemos con los que vinieron». Caminó a la casa. Los yaquis le dieron la mano en silencio, el presidente murmuro el equivalente a ‘gusto en conocerlo’. Todos tomaron asiento en el pórtico, el presidente frente a ellos.
En un estadista prudente pero convencional hubiera sido posible detectar un esfuerzo para evitar -quizá exitosamente- cualquier signo de irritación o condescendencia. Hubiera quizá trascendido una actitud como: «miren, yo soy el jefe de una nación de 20 millones; podría eliminar o ignorar a este grupo, reducido por su terquedad a meros seis mil. En vez de eso, les doy agua, pueblos, trigo. Vengo a verlos ¡y tienen la imprudencia de tratar de hacerme menos! ¡Por buena persona no digo lo que estoy pensando!».
En Cárdenas no había ningún intento de disfraz. El hombre sentía el mal yaqui porque estaba dentro del corazón yaqui. Intuitivamente. Como representante de un gobierno con una larga tradición de opresión, debía todo a los yaquis; y si ellos aceptaban cualquier cosa, les daría las gracias.
Habló. Había venido a conocer las necesidades de la nación yaqui: agua, tierra, herramientas, educación, salud; y para discutir con los jefes yaquis los problemas que ellos mismos eligieran presentar. El intérprete a su lado tradujo esto al yaqui y las respuestas al español. Los hombres votaron: asentimientos casi inarticulados y algunos ‘no’ más audibles. Pronto salió el problema: que esto y que aquello, no podían decidir sin la participación de los ocho pueblos. Como quien no quiere la cosa, Cárdenas sugirió: «¿por qué no nos vemos mañana a las 11?» Y propuso que el encuentro fuera en el mayor de los cuatro pueblos no representados. Los orgullosos gobernadores asintieron. Cárdenas había ganado no tanto por predicar ni por exhortar con una amenaza velada, sino por mantenerse por encima de la animosidad. El férreo orgullo de los yaquis fue anulado por la ausencia de orgullo en Cárdenas.
[En otra oportunidad] lo acompañe en una «campaña» de diez días a la sierra de Oaxaca, el desolado y pobre territorio en donde la gente muere de hambre mientras que las raíces de su maíz tocan fabulosas riquezas. Dejamos los camiones en la cabeza de un camino y tomamos caballos. Pasamos por más de un caserío después de una hora en una brecha demasiado estrecha para los caballos […]. Día tras día el presidente de la República escucho a los hombres, a las madres, incluso a los niños, a los maestros… siempre a los maestros. Detalle tras detalle. Y día tras día, su visita abrió una brecha de claridad y buenos sentimientos entre los escombros emocionales de la zona. Detalle tras detalle: una nueva escuela, un nuevo canal de irrigación, una nueva alianza política. ¡Y la vida de toda la sierra cambiando!
Recuerdo un día en una granja colectiva en La Laguna. Éste es un rico valle a horcajadas entre dos estados, Durango y Coahuila, en donde se cultivan buen algodón y trigo. Antes pertenecía a un puñado de latifundistas; hoy 40 mil antiguos peones son los propietarios y lo cultivan. Una nueva presa, El Palmito, estará lista en 1940 para captar el caudal del río Nazas en la época de lluvia y así convertir a la región en un nuevo Egipto. Cárdenas ama esa presa: cuando fue a supervisar el avance de la construcción, sus manos se agitaron como si quisiera acariciarla. Pero tuvo horas interminables para los humildes ejidos, para escuchar los pequeños problemas de las mujeres; para contemplar cómo los hombres, muchos de ellos veteranos del ejército de Pancho Villa, levantaban enormes nubes de polvo al rayar frente a él sus monturas, luciendo viejos fusiles.
Detalles. Para las minucias tiene la paciencia de un político en campaña y el entusiasmo de un pregonero del mercado. Mientras discute acerca de una escuela, de un canal, de un tractor, de una injusticia personal, ¡es México el que se transforma!
[…] Vive en campaña perpetua; es un presidente en pie de guerra intentando ganar paz para su pueblo. Fue simbólico el despliegue de los veteranos de la revolución entre la polvareda levantada por sus monturas. Al viajar de un lado a otro del país, Cárdenas ha recuperado la revolución, la ha convertido en ‘revolución perpetua’ en términos de mejor comida y agua… y mejor música.
[…] Más de una vez, observando a Cárdenas trabajar, he pensado en el escultor modelando amorosamente el barro. […] Cárdenas sabe a lo que está dedicado. Puede probarlo inteligentemente a sus amigos. Pero más profundo que sus palabras es su conocimiento de México. Más profundo que su conocimiento es su intuición del destino de México. Y más inmediato que su conocimiento y su intuición es su compromiso con el hecho particular ante él. Nunca antes ningún presidente ha conocido tan bien tantas regiones de México. Ningún presidente de manera tan evidente ha empeñado su tiempo y su atención durante cinco años al detalle de los acontecimientos. Y así México cambia.
[…] Cárdenas favorece la autonomía en donde quiera que sea posible; y frecuentemente en donde es imprudente. […] las escuelas públicas; la secretaría de Comunicaciones; las asociaciones de abogados, doctores, ingenieros; los pequeños negocios; incluso la Casa de España, cuya misión es colocar a los intelectuales españoles exiliados en las escuelas de la República, todos ellos, desde su punto de vista, son típicas entidades capaces de operar por sí mismas, para bien o para mal […]
[…] Cárdenas sabe que fuerzas adentro y en el exterior traman la contrarrevolución. Sabe que muchos de los viejos generales lo odian a él y a su obra. Tiene fe en la intuición de su pueblo; pero tiene confianza en el ejido. Quizá, si la República española realmente hubiera distribuido las tierras… el tiempo dirá.
Pero por lo menos debe quedar claro qué tan lejos este hombre y este país están de los prevalecientes colectivismos europeos. El comunismo está tan lejos como el fascismo de este relajado sistema liberal en el que las industrias estatales y privadas y muchos partidos se desplazan al unísono dentro de una constelación.
[…] Esta es la esencia de la cuestión: la motivación ética de Lázaro Cárdenas que empieza a articular -a tientas, con peligros- el espíritu de su pueblo. Cárdenas dejó la parcela de maíz de su madre a los 16 años para unirse a la revolución. Se convirtió en un general de caballería. Toda su vida ha transcurrido entre militares y se ha rodeado con lo mejor del ejército. Sin embargo, es ajeno a la violencia. Se dice que desde que es presidente sólo una vez ha sido presa de la ira, cuando se enteró de la muerte de [Saturnino] Cedillo.
La misma desconfianza de la violencia, incluso de la violencia de la “razón” aislada, guía a Cárdenas en todos sus actos. La prensa de México se le opone violentamente. Cada semana se publican en la capital artículos cuya virulencia no avergonzaría a Der Stürmer. Cárdenas no suprime ningún periódico, grande o pequeño. Responde con trabajo a los peligrosos ataques. Ha levantado el agresivo cierre de las iglesias. Prefiere que se viole la ley y que un número ilegal de sacerdotes oficie en los templos. Incluso su actitud hacia sus propios errores es la de la menor resistencia. Muchos de sus nombramientos no han sido buenos; pero prefiere permitir que los funcionarios equivocados renuncien voluntariamente al puesto. Pareciera valorar la estabilidad más que la eficacia inmediata. Si esto es la medida profunda de lo que México necesita o un error fatal, el tiempo lo dirá. Pareciera controlarlo un sentido orgánico del crecimiento de México, no del simple «progreso» de la intrincada dialéctica de la vida, frecuentemente opuesto a los obvios preceptos de la razón.
Es un camino peligroso el que Cárdenas ha tomado. Pero es un mundo peligroso en el que vive. Y aunque sus valores son de paz, Cárdenas no es ajeno a las estrategias de la batalla.
19 de marzo de 2023
Si desea una copia del artículo completo de Waldo Frank solicítela al correo juegodeojos@gmail.com
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El buen pastor, columna de Miguel Ángel Sánchez de Armas

Por Miguel Sánchez de Armas
En el 85 aniversario de la expropiación petrolera y al amparo de la sentencia de Santayana –“Quien olvida el pasado está condenado a repetir los mismos errores”-, recupero cuatro estampas de aquel sexenio.
A principios de 1923, el director del diario News and Observer de Raleigh, Carolina del Norte, denunció en un editorial que su país procrastinaba en otorgar a México un pleno reconocimiento diplomático y urgió a la poderosa república a dispensar al débil vecino del sur toda la ayuda posible.
Este periodista, que llevaba a cuestas el nombre bíblico de Josephus Daniels, era un liberal confeso, vicepresidente de la Liga Antiimperialista, militante del panamericanismo y nada amigo de los corporativos petroleros. Que se expresara así no era de llamar la atención, pues Daniels no era un periodista o político cualquiera.
Como secretario de la Armada en el gobierno de Woodrow Wilson, en 1914 había firmado las órdenes para el bombardeo de Veracruz y la ocupación de la plaza, formalmente en represalia por un “incidente” entre marines gringos y federales mexicanos en Tampico, pero en realidad otro episodio de la disputa por el petróleo mexicano.
Su segundo de a bordo en la Armada en aquellos años, Franklin Delano Roosevelt, llegaría a ser el trigésimo segundo presidente de Estados Unidos, de 1933 a 1945, y tendría que navegar una profunda crisis económica y la II Guerra Mundial, además de sortear uno de los momentos más espinosos en la relación siempre espinosa con México: la expropiación petrolera de 1938.
En su discurso inaugural el 4 de marzo de 1933, Roosevelt había ofrecido una nueva política continental a la que llamó “del buen vecino”, aunque con tal vecino, durante cien años, México había librado una guerra desigual, perdido la tercera parte de su territorio y suscrito, con el cañón de una pistola amartillada apuntándole a la nuca, el Tratado de Guadalupe Hidalgo.
Pero Roosevelt era un político sagaz, urgido por elevar el nivel de las relaciones con América Latina, particularmente con un México que se reconstruía después de una dolorosa revolución.
Para esa tarea se sirvió de su antiguo jefe, a quien mandó a la embajada en México diez días después de tomar posesión de la presidencia. Era un representante personal, alguien en quien confiaba y no un diplomático de carrera convencido de la inevitabilidad del “destino manifiesto” como los aristócratas de escuelas exclusivas de una sociedad snob, o bien, imitadores de las clases acomodadas que pululaban en el Departamento de Estado.
El presidente pareció seguir el ejemplo de Abraham Lincoln, quien confió “la más importante relación internacional” a su correligionario Thomas Corwin, cabeza de la oposición a la guerra con México, y de Wilson, quien aún fresca la sangre de Francisco I. Madero, despachó a dos cercanos: el periodista William Bayard Hale para confirmar la participación del embajador Henry Lane Wilson en el asesinato de Madero y José María Pino Suárez y a John Lind, para enfrentarse a Victoriano Huerta.
El 7 de marzo de 1933, Washington informó al gobierno de México de su intención de nombrar a Daniels y el placet se obtuvo en 24 horas, velocidad inusitada para un gobierno que, apenas unos meses antes, había negado el permiso a un agregado naval a la embajada de Estados Unidos porque había sido uno de los oficiales de las fuerzas invasoras en Veracruz.
La diplomacia mexicana se vio atrapada entre ofender al presidente del poderoso país del norte y la posibilidad, por remota que pareciera, de que la “política del buen vecino” se instrumentara para sanear una relación herida entre las dos naciones.
El presidente Abelardo Rodríguez aceptó de mala gana. El tono airado con que se recibió la noticia en México hizo que el secretario de Estado, Arthur Bliss Lane, enviara una nota oficial en la que subrayaba que el nominado era un “viejo, cercano y confiable amigo” de Roosevelt y su nombramiento prueba “del profundo interés” de Estados Unidos de “mantener buenas relaciones con México”.
La reacción de la prensa mexicana no fue de bienvenida y el pueblo tampoco recibió con agrado la noticia. El 24 de marzo la embajada gringa fue apedreada y hubo manifestaciones de estudiantes. En Monterrey, se dieron movilizaciones. Incluso la comunidad empresarial estadounidense en México recibió con desagrado el nombramiento.
El semanario Omega de la capital de la república reflejó el sentir del momento: “El embajador Daniels lleva sobre los hombros el peso de la ocupación de Veracruz. La memoria de ese inicuo atentado contra nuestra soberanía ocasionará que el nuevo enviado encuentre una helada atmósfera entre nosotros.”
En realidad, si bien Daniels no era un experto en asuntos de México (y no hablaba español), tampoco era ajeno a la situación del país en donde representaría durante nueve años a su gobierno.
La cercanía con Roosevelt permitió a Daniels una poco común capacidad de maniobra y en más de una ocasión desestimó instrucciones directas para presionar o amenazar al gobierno de Lázaro Cárdenas en el asunto de la expropiación.
En el Departamento de Estado se resignaron a que el jefe de la representación en México no fuera un empleado al que se le pudiera exigir el mecánico cumplimiento de instrucciones. Se quejaban de que en México debían lidiar con un gobierno respondón “y con nuestro embajador”.
En este contexto, pese a los desfavorables augurios iniciales en torno a su nombramiento, logró, al cabo de nueve años, distinguirse como quizá el mejor Embajador de Estados Unidos en México a la fecha.
Daniels, ajeno a sutilezas diplomáticas, denunció la colusión entre un Departamento de Estado amamantado en la doctrina del gran garrote, parida en 1902 por el presidente Teddy Roosevelt y las empresas expropiadas para aplicar a México la mano dura.
De manera personal y oficial sostuvo la convicción de que mientras ganaran dinero, ni a la Standard ni a las otras empresas les importaba el daño a otros intereses comerciales “o a la Política del Buen Vecino en la que tantas esperanzas tenemos”.
Y sobre la guerra de propaganda desatada por las petroleras y sus cofrades en Washington, Daniels no tuvo pelos en la lengua: “Lo más bajo a que llegó […] fue la de la revista Atlantic Monthly, una de mis favoritas hasta que se degradó entregándose a los intereses petroleros. Cayó de las alturas al más profundo abismo y se ganó el desprecio de todos quienes vieron que una revista que durante mucho tiempo gozó de la confianza popular había perdido la decencia, como lo fue, cuando abrazó la campaña de las compañías de petróleo que deseaban que Estados Unidos le declarara la guerra a México”.
Pero la cordura y el buen juicio prevalecieron. Según el embajador, en esta guerra de nervios instigada desde las oficinas de las petroleras en Londres y Nueva York, “dos funcionarios públicos conservaron la cabeza mientras muchos otros la perdían a su alrededor: Franklin Roosevelt en la Casa Blanca, autor de la doctrina del buen vecino, y Josephus Daniels, el delegado de esa doctrina en la República Mexicana”.
Daniels estaba convencido de que el proyecto cardenista, incluyendo la expropiación, daría a las masas “más riqueza y capacidad de compra”, con lo cual México sería un mejor mercado para productos estadounidenses y fortalecería la resistencia contra los avances del comunismo y el fascismo.
No cerró los ojos la vigorosa movilización desatada por la expropiación, e hizo ver a los formuladores de política de la Casa Blanca que esta fue esencial para amalgamar el espíritu de México, en donde privaba la sensación de que la medida de Cárdenas era el símbolo de la unidad nacional.
En un pasaje de su libro Diplomático en mangas de camisa, en donde no oculta su admiración por el cardenismo, Daniels describió el impacto que le causó la reacción popular desatada el 18 de marzo, particularmente las aportaciones populares en el vestíbulo del Palacio de las Bellas Artes: “Fue como si hubiera llegado el día de la liberación”.
12 de marzo de 2023
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