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El Imperio contraescribe (I): Todo se desmorona

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas
Fue alrededor de 1984 cuando apareció en The Atlantic Monthly el artículo “The Empire Writes Back”, de Salman Rushdie, sobre el tsunami literario que avanzaba desde todos los confines del “Imperio en el que no se pone el sol” sobre la metrópoli.
Ese artículo fue un parteaguas y sigue siendo una referencia para entender las corrientes literarias surgidas en los países dominados por la pérfida Albión a lo largo y ancho del planeta.
Mi traducción del ensayo fue “El Imperio contraescribe” y no creo que Rushdie la aprobara. Pero el sentido es sin duda el adecuado para presentar hoy al más publicado y leído de los escritores nigerianos, a quien algunos consideran el padre de la novela africana en lengua inglesa, Albert Chinualumogu Achebe, mejor conocido como Chinua Achebe.
El 18 de noviembre del 2000, Maya Jaggi publicó un perfil de Achebe en The Guardian de Londres. Vale la pena reproducir el párrafo introductorio, pues revela al lector mexicano el peso que el novelista nigeriano tiene en el mundo:
“Mientras Nelson Mandela transcurría 27 años en prisión, encontró consuelo y fortaleza en un escritor en cuya compañía los muros de la prisión se derrumbaron. Para Mandela, la grandeza de Chinua Achebe radica en que insertó África en el mundo sin perder sus raíces africanas. Al tiempo que el nigeriano Achebe utilizaba la pluma para liberar al continente de su pasado, dijo el ex presidente sudafricano, ‘ambos, en nuestras circunstancias particulares y en el contexto de la dominación blanca del continente, nos convertimos en luchadores por la libertad’”.
No es sencillo capturar en unas pocas cuartillas el perfil de un creador. En el caso de escritores africanos como Achebe la complejidad se acentúa por el escaso conocimiento que tenemos de su obra.
Fuera de Senghor y los premios Nobel Gordimer, Soyinka y Coetzee, poco nos dicen nombres como Mohamed Dib, Amos Totuola, Rui Knpfli, José Craveirinha, Mongo Beti, Peter Abrahams, Ferdinand Oyono, Kofi Awoonor, Gabriel Okara, William Conton, Ngũgĩ wa Thiong’o, Agostinho Neto o Shaaban Robert, por mencionar a unos pocos de entre la pléyade de autores originarios del continente que Conrad llamara negro.
Las pocas traducciones que tenemos se las debemos a editoriales españolas y a Casa de las Américas. Es tiempo de que Paco Ignacio Taibo deje la pendencia polaca y ponga la mira del FCE en esa parte del mundo que nos parece lejana, pero es una almáciga del pueblo que hoy somos.
Como anécdota reporteril: durante el echeverriato nos visitó el presidente de Tanzania, Julius Kambarage Nyerere. Venía de una asamblea de la ONU en Nueva York y llegó en el vuelo regular de Aeroméxico, en clase turista.
Todavía existía el “Salón oficial” en el hoy deturpado aeropuerto “Benito Juárez”. Los de relaciones públicas batallaron para dar con el mandatario y ponerlo ante la “fuente”. Dieron con él entre los pasajeros en las destartaladas bandas, aguardando con resignación su equipaje.
Pero los reporteros de aquel entonces, como los de las mañaneras de hoy, no pasamos de los lugares comunes en la conferencia de prensa. Nadie lo conocía. No tuvimos mayor interés en ese maestro de primaria presidente del único país africano con una lengua oficial nativa… ¡y que tradujo al swahili a Shakespeare! Espero que se encuentre a la diestra del modimo, hasta donde le mando un mea culpa.
Regresemos a Chinua Achebe. Nació el 16 de noviembre de 1930 en Ogidi, al sur de Nigeria en la ribera del Níger, en el seno de la más importante tribu de esa parte del mundo, los igbo.
Fue el quinto de cinco hermanos hijos de un misionero evangélico que creía en la educación moderna y mandó a su prole a escuelas coloniales británicas al mismo tiempo que convivía con familiares que ofrecían sacrificio a los dioses antiguos.
Ese encuentro de mundos, por no decir colisión, es la sustancia de su primera novela, Things Fall Apart (Todo se desmorona), aparecida en 1958. El libro describe el impacto en la sociedad igbo de la llegada de los colonizadores y misioneros europeos a finales del siglo XIX.
Sus libros siguientes, No Longer at Ease (1960), Arrow of God (1964), A Man of the People (1966) y Anthills of the Savannah (1987), describen las luchas del pueblo africano para liberarse de la influencia política europea, dice mi breviario de cabecera.
Según los críticos, Todo se desmorona, publicada poco antes de la independencia de Nigeria cuando Achebe tenía 28 años, impulsó “la reconsideración de la literatura negra en el mundo de lengua inglesa” y a juicio de Wole Solyinka fue la primera novela en inglés que habla desde el interior de un personaje africano más que presentarlo [en el contexto] exótico en que lo ubicarían los blancos”.
De esta novela se han publicado más de diez millones de ejemplares en 45 idiomas incluido el español (Todo se derrumba,1986, y Todo se desmorona, 1998), lo que la convierte en una de las más leídas del siglo XX.
Toni Morrison confesó que Achebe fue el responsable de su romance con la literatura africana y una influencia seminal en sus inicios literarios.
“Vivía su mundo de una manera diferente a la mía […] insistiendo en escribir fuera de la visión de los blancos, no en contra de ella […]. Su valor y su generosidad permean su obra… y es difícil describir la devastación y el mal de tal forma que el texto en sí no sea maligno o devastador”.
Muy joven, Achua decidió escribir en inglés y no en igbo, pese a que los tiempos en Nigeria eran de rebelión y lucha anticolonial.
“Fue parte de la lógica de mi situación”, dijo a Maya Jaggi en el 2000. “Enfrentar las historias que se escribían sobre nosotros en el mismo idioma. Escribir en inglés es una decisión dolorosa, pero no asume uno un idioma para castigarlo: ese idioma se convierte en parte de uno. Y tampoco se puede utilizar un idioma a distancia. Se insertan el inglés y el igbo en una misma conversación, como lo son en mi vida diaria, y ello es fascinante”.
La literatura africana escrita, lo mismo que la mexicana, está en deuda con la literatura oral “que adopta formas muy diversas. Los proverbios y las adivinanzas transmiten códigos de conducta y a menudo reflejan la cultura del habitante […] mientras que los mitos y las leyendas ponen de manifiesto la creencia en lo sobrenatural, además de explicar los orígenes y el desarrollo de los estados, clanes y otras organizaciones sociales de importancia”.
Después de quedar paralítico en un accidente de auto en Nigeria, Chinua Achebe se instaló como profesor en el Bard College de Nueva York.
No es fácil aprehender en su totalidad el sentido de la obra de alguien que vivió en carne propia el “colonialismo civilizador” y viajaba con un pasaporte en donde se le describía como “persona bajo la protección británica”.
Achebe fue un ciudadano del Imperio y el Imperio es su principal referencia literaria. Colonos y colonizados, dice, nunca ven al mundo bajo la misma luz. “Por ello, los ingleses pueden presumir que tuvieron el primer imperio en la historia en el que nunca se ponía el sol, a lo cual un indio podría responder: sí, ¡porque Dios no confía de un inglés en la oscuridad!”
A los 27 años Chinua viajó a Inglaterra para estudiar en la BBC y en Londres, a bordo de un taxi con su hermano, se enfrentó a lo nunca visto:
“Tuve mi primera experiencia de ser conducido por un chofer blanco. Tomé nota de este insólito hecho y no dije nada. Pero Londres no había acabado conmigo y procedió a desvelar una visión aún más increíble. En un embotellamiento vi a un hombre blanco en ropa de trabajo sucia que rellenaba unos baches con asfalto caliente. Y entonces tuve que hablar con mi hermano en nuestro idioma secreto para que el chofer no entendiera. Y mi hermano, al parecer inoculado contra tales maravillas, se burló de mi sorpresa y dijo: Si mañana [el trabajador] viaja a Nigeria, lo llamarían Director de obras”.
Un rasgo que Achebe compartió con otros creadores africanos fue su activa participación en los asuntos políticos y sociales de su país. Quizá no figure como ficha en su currículo, pero Achebe fue un defensor del África, un escritor que luchó contra los estereotipos con que el hombre blanco ha etiquetado al continente y cuyas opiniones provocaban dispepsia entre la intelectualidad no negra.
Esto sucedió con su famosa conferencia “Una imagen de África” de febrero de 1975 en la Universidad de Massachusetts, en la que sostuvo, a partir de una perspicaz lectura, brillantes argumentos y fino humor, que Joseph Conrad se confirmó como un racista irredento en El corazón de las tinieblas. Un extracto:
“Habiéndonos mostrado África […] Conrad se concentra en un ejemplo específico, dándonos una de sus raras descripciones de un africano que no es solo extremidades u ojos en blanco:
“Tenía que cuidar al salvaje que operaba como fogonero. Era un espécimen mejorado: podía encender una caldera vertical. Estaba debajo de mí y, te lo aseguro, mirarlo era tan edificante como ver a un perro en una parodia de calzón y sombrero de plumas caminando en sus patas traseras. Unos pocos meses de entrenamiento habían bastado para capacitarlo muy bien. Entrecerró los ojos para mirar el indicador de vapor y agua con evidente osadía. El pobre diablo se había limado los dientes y la lana de su coronilla estaba afeitada en extraños patrones. Portaba tres cicatrices ornamentales en cada una de sus mejillas. Debería haber estado danzando y agitando los brazos en la ribera, pero en vez de ello estaba trabajando esforzadamente, esclavo de una extraña brujería, ahíto de nuevos conocimientos.”
Ignoro si la conferencia provocó chiflidos y pataleos de protesta en el auditorio. Lo que está documentado es que un distinguido profesor blanco del claustro se levantó de entre el público, lanzó una furibunda mirada al escritor negro en el podio, lo señaló con el más aristocrático ademán sureño y exclamó: “¡Cómo se atreve usted!” … antes de abandonar ruidosamente la sala.
Tuvo razón Achebe cuando se definió a sí mismo como un misionero en reversa, uno más de los contraescritores del Imperio.
El nigeriano murió el 21 de marzo de 2013 en Boston. En la siguiente entrega pasaremos revista al deslumbrante volumen Hogar y exilio, publicado en el 2000.
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Con Cárdenas en el camino. La mirada de Waldo Frank

Por Miguel Sánchez de Armas
En el 85 aniversario de la expropiación petrolera y al amparo de la sentencia de Santayana “quien olvida el pasado está condenado a repetir los mismos errores”, recupero estampas de aquel sexenio.
Hoy prácticamente olvidado, el escritor y periodista neoyorquino Waldo Frank fue considerado en su día como un “puente cultural” entre Estados Unidos y América Latina. Al igual que sus contemporáneos Jack London y John Reed, fue un intelectual cercano a los movimientos sociales progresistas en su país, las naciones americanas y España. Su obra es de una diversidad y de un compromiso tales que no dejó escuela entre los intelectuales sajones de generaciones posteriores.
En 1937, participó en el congreso de la Liga de Artistas y Escritores Revolucionarios en México. Entrevistó a León Trotski y se hizo amigo y acompañó al presidente Lázaro Cárdenas en recorridos por el país. El 1 de octubre de 1939 publicó en Foreign Affairs un texto que nos deja un singular testimonio personal sobre el temperamento político del general. A continuación un extracto:
Si la prensa estadounidense está llena de dudas sobre la valía y sabiduría de Lázaro Cárdenas, apenas podemos culparnos nosotros. El presidente de México tiene peor prensa en su propio país. En círculos de la clase media allá, incluso aquellos bien intencionados, uno rara vez escucha que sea alabado excepto levemente o con solemnes reservas. [Algunos] periodistas explican con gran detalle que Cárdenas es uno de los astutos servidores del “judaísmo internacional comunista”. Activistas sinceros de pensamiento revolucionario […] intentan demostrar cómo el “ingenuo” Cárdenas se deja manipular por los fascistas y corre el peligro de convertirse en un segundo Madero.
[…] No es frecuente que la naturaleza más profunda de un pueblo se exprese en un estadista […] En estos tiempos sólo dos dirigentes políticos parecen dignos de compararse con la sustancia, el origen y esperanzas de su pueblo: uno es Gandhi en la India; el otro el mucho menos comprendido Lázaro Cárdenas de México. Ambos han adaptado por primera vez a los problemas específicos de sus pueblos métodos inherentes a sus propias culturas. Ambos diseñan la independencia para naciones aún muy lejos de ella. Ambos son políticos pragmáticos cuyo trabajo, siendo profundo, está pobremente reflejado en la superficie y debe ser examinado en términos de la ética y de la cultura.
[…] El punto que debo hacer es que ningún mexicano y ninguna época del pasado de México puede decirse que representa enteramente a México.
En Cárdenas la idiosincrasia y la acción política son una. No quiero decir que ahora, como en los cuentos de hadas, México ‘vivirá por siempre feliz’. Hay tiempos oscuros en el futuro; tiempos de amenaza a lo poco que trágicamente se ha avanzado: el mejor de los casos un tiempo de pausa. Pero en la vida mexicana hay el comienzo orgánico de una nueva tradición mexicana. ‘Mi trabajo’, me dijo Cárdenas -y espero que disculpe esta indiscreción puesto que es modesto, discreto y reticente como sus antepasados tarascos- ‘mi trabajo es principalmente crear una nueva tradición’.
[…] Veamos al hombre. La última vez que vi a Lázaro Cárdenas en acción fue recientemente en Sonora […] Manejamos desde Vícam, al suroeste de Guaymas entre oleadas de polvo caliente como carbón encendido, a Jori, uno de ocho pueblos yaquis.
Los yaquis, un pueblo pobre en las artes y sin música cuya vitalidad parece haberse invertido en la resistencia, nunca ha sido realmente pacificado. […] El resultado es que durante diez años los yaquis, con más pan y menos hijos muertos, no han emprendido ninguna incursión contra los ‘mexicanos’. Pero el resentimiento, la desconfianza, un feroz amor por la libertad, están cincelados en sus facciones pétreas.
Todo había sido cuidadosamente arreglado: los ocho gobernadores de los ocho pueblos yaquis debían reunirse y conferenciar con el presidente de México en Jori […]. El presidente Cárdenas arribó sin guardias entre una nube de polvo; sus ayudantes militares se quedaron en Vícam. Los yaquis atisbaron en silencio desde sus chozas techadas de adobe […] El jefe ‘de contacto’, Pluma Blanca, con dos pistolas al cinto, avanzó y dio un saludo brusco al visitante. Sus facciones nudosas no ofrecían ninguna blandura, pero en contraste con el rostro del verdadero jefe, a quien conocí después, su expresión era amable. Solo un par de los gobernadores había llegado, explicó en español balbuceante. Dos veces, mientras Cárdenas permanecía tranquilamente con nosotros bajo la sombra de un ancho ahuehuete, el tambor repitió su anuncio: dos gobernadores más se presentaban. El significado era claro: un presidente de 20 millones de mexicanos equivale a un gobernador de menos de mil yaquis.
[…] Finalmente [Pluma Blanca] explicó que en el grupo de hombres en el patio de la ‘casa grande’ estaban cuatro de los ocho gobernadores y que los otros no iban a presentarse. Los otros cuatro se rehusaron a viajar a Jori. Estaba demasiado lejos; era por debajo de su dignidad.
«Bueno, aquí estamos», dijo Cárdenas. «Platiquemos con los que vinieron». Caminó a la casa. Los yaquis le dieron la mano en silencio, el presidente murmuro el equivalente a ‘gusto en conocerlo’. Todos tomaron asiento en el pórtico, el presidente frente a ellos.
En un estadista prudente pero convencional hubiera sido posible detectar un esfuerzo para evitar -quizá exitosamente- cualquier signo de irritación o condescendencia. Hubiera quizá trascendido una actitud como: «miren, yo soy el jefe de una nación de 20 millones; podría eliminar o ignorar a este grupo, reducido por su terquedad a meros seis mil. En vez de eso, les doy agua, pueblos, trigo. Vengo a verlos ¡y tienen la imprudencia de tratar de hacerme menos! ¡Por buena persona no digo lo que estoy pensando!».
En Cárdenas no había ningún intento de disfraz. El hombre sentía el mal yaqui porque estaba dentro del corazón yaqui. Intuitivamente. Como representante de un gobierno con una larga tradición de opresión, debía todo a los yaquis; y si ellos aceptaban cualquier cosa, les daría las gracias.
Habló. Había venido a conocer las necesidades de la nación yaqui: agua, tierra, herramientas, educación, salud; y para discutir con los jefes yaquis los problemas que ellos mismos eligieran presentar. El intérprete a su lado tradujo esto al yaqui y las respuestas al español. Los hombres votaron: asentimientos casi inarticulados y algunos ‘no’ más audibles. Pronto salió el problema: que esto y que aquello, no podían decidir sin la participación de los ocho pueblos. Como quien no quiere la cosa, Cárdenas sugirió: «¿por qué no nos vemos mañana a las 11?» Y propuso que el encuentro fuera en el mayor de los cuatro pueblos no representados. Los orgullosos gobernadores asintieron. Cárdenas había ganado no tanto por predicar ni por exhortar con una amenaza velada, sino por mantenerse por encima de la animosidad. El férreo orgullo de los yaquis fue anulado por la ausencia de orgullo en Cárdenas.
[En otra oportunidad] lo acompañe en una «campaña» de diez días a la sierra de Oaxaca, el desolado y pobre territorio en donde la gente muere de hambre mientras que las raíces de su maíz tocan fabulosas riquezas. Dejamos los camiones en la cabeza de un camino y tomamos caballos. Pasamos por más de un caserío después de una hora en una brecha demasiado estrecha para los caballos […]. Día tras día el presidente de la República escucho a los hombres, a las madres, incluso a los niños, a los maestros… siempre a los maestros. Detalle tras detalle. Y día tras día, su visita abrió una brecha de claridad y buenos sentimientos entre los escombros emocionales de la zona. Detalle tras detalle: una nueva escuela, un nuevo canal de irrigación, una nueva alianza política. ¡Y la vida de toda la sierra cambiando!
Recuerdo un día en una granja colectiva en La Laguna. Éste es un rico valle a horcajadas entre dos estados, Durango y Coahuila, en donde se cultivan buen algodón y trigo. Antes pertenecía a un puñado de latifundistas; hoy 40 mil antiguos peones son los propietarios y lo cultivan. Una nueva presa, El Palmito, estará lista en 1940 para captar el caudal del río Nazas en la época de lluvia y así convertir a la región en un nuevo Egipto. Cárdenas ama esa presa: cuando fue a supervisar el avance de la construcción, sus manos se agitaron como si quisiera acariciarla. Pero tuvo horas interminables para los humildes ejidos, para escuchar los pequeños problemas de las mujeres; para contemplar cómo los hombres, muchos de ellos veteranos del ejército de Pancho Villa, levantaban enormes nubes de polvo al rayar frente a él sus monturas, luciendo viejos fusiles.
Detalles. Para las minucias tiene la paciencia de un político en campaña y el entusiasmo de un pregonero del mercado. Mientras discute acerca de una escuela, de un canal, de un tractor, de una injusticia personal, ¡es México el que se transforma!
[…] Vive en campaña perpetua; es un presidente en pie de guerra intentando ganar paz para su pueblo. Fue simbólico el despliegue de los veteranos de la revolución entre la polvareda levantada por sus monturas. Al viajar de un lado a otro del país, Cárdenas ha recuperado la revolución, la ha convertido en ‘revolución perpetua’ en términos de mejor comida y agua… y mejor música.
[…] Más de una vez, observando a Cárdenas trabajar, he pensado en el escultor modelando amorosamente el barro. […] Cárdenas sabe a lo que está dedicado. Puede probarlo inteligentemente a sus amigos. Pero más profundo que sus palabras es su conocimiento de México. Más profundo que su conocimiento es su intuición del destino de México. Y más inmediato que su conocimiento y su intuición es su compromiso con el hecho particular ante él. Nunca antes ningún presidente ha conocido tan bien tantas regiones de México. Ningún presidente de manera tan evidente ha empeñado su tiempo y su atención durante cinco años al detalle de los acontecimientos. Y así México cambia.
[…] Cárdenas favorece la autonomía en donde quiera que sea posible; y frecuentemente en donde es imprudente. […] las escuelas públicas; la secretaría de Comunicaciones; las asociaciones de abogados, doctores, ingenieros; los pequeños negocios; incluso la Casa de España, cuya misión es colocar a los intelectuales españoles exiliados en las escuelas de la República, todos ellos, desde su punto de vista, son típicas entidades capaces de operar por sí mismas, para bien o para mal […]
[…] Cárdenas sabe que fuerzas adentro y en el exterior traman la contrarrevolución. Sabe que muchos de los viejos generales lo odian a él y a su obra. Tiene fe en la intuición de su pueblo; pero tiene confianza en el ejido. Quizá, si la República española realmente hubiera distribuido las tierras… el tiempo dirá.
Pero por lo menos debe quedar claro qué tan lejos este hombre y este país están de los prevalecientes colectivismos europeos. El comunismo está tan lejos como el fascismo de este relajado sistema liberal en el que las industrias estatales y privadas y muchos partidos se desplazan al unísono dentro de una constelación.
[…] Esta es la esencia de la cuestión: la motivación ética de Lázaro Cárdenas que empieza a articular -a tientas, con peligros- el espíritu de su pueblo. Cárdenas dejó la parcela de maíz de su madre a los 16 años para unirse a la revolución. Se convirtió en un general de caballería. Toda su vida ha transcurrido entre militares y se ha rodeado con lo mejor del ejército. Sin embargo, es ajeno a la violencia. Se dice que desde que es presidente sólo una vez ha sido presa de la ira, cuando se enteró de la muerte de [Saturnino] Cedillo.
La misma desconfianza de la violencia, incluso de la violencia de la “razón” aislada, guía a Cárdenas en todos sus actos. La prensa de México se le opone violentamente. Cada semana se publican en la capital artículos cuya virulencia no avergonzaría a Der Stürmer. Cárdenas no suprime ningún periódico, grande o pequeño. Responde con trabajo a los peligrosos ataques. Ha levantado el agresivo cierre de las iglesias. Prefiere que se viole la ley y que un número ilegal de sacerdotes oficie en los templos. Incluso su actitud hacia sus propios errores es la de la menor resistencia. Muchos de sus nombramientos no han sido buenos; pero prefiere permitir que los funcionarios equivocados renuncien voluntariamente al puesto. Pareciera valorar la estabilidad más que la eficacia inmediata. Si esto es la medida profunda de lo que México necesita o un error fatal, el tiempo lo dirá. Pareciera controlarlo un sentido orgánico del crecimiento de México, no del simple «progreso» de la intrincada dialéctica de la vida, frecuentemente opuesto a los obvios preceptos de la razón.
Es un camino peligroso el que Cárdenas ha tomado. Pero es un mundo peligroso en el que vive. Y aunque sus valores son de paz, Cárdenas no es ajeno a las estrategias de la batalla.
19 de marzo de 2023
Si desea una copia del artículo completo de Waldo Frank solicítela al correo juegodeojos@gmail.com
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El buen pastor, columna de Miguel Ángel Sánchez de Armas

Por Miguel Sánchez de Armas
En el 85 aniversario de la expropiación petrolera y al amparo de la sentencia de Santayana –“Quien olvida el pasado está condenado a repetir los mismos errores”-, recupero cuatro estampas de aquel sexenio.
A principios de 1923, el director del diario News and Observer de Raleigh, Carolina del Norte, denunció en un editorial que su país procrastinaba en otorgar a México un pleno reconocimiento diplomático y urgió a la poderosa república a dispensar al débil vecino del sur toda la ayuda posible.
Este periodista, que llevaba a cuestas el nombre bíblico de Josephus Daniels, era un liberal confeso, vicepresidente de la Liga Antiimperialista, militante del panamericanismo y nada amigo de los corporativos petroleros. Que se expresara así no era de llamar la atención, pues Daniels no era un periodista o político cualquiera.
Como secretario de la Armada en el gobierno de Woodrow Wilson, en 1914 había firmado las órdenes para el bombardeo de Veracruz y la ocupación de la plaza, formalmente en represalia por un “incidente” entre marines gringos y federales mexicanos en Tampico, pero en realidad otro episodio de la disputa por el petróleo mexicano.
Su segundo de a bordo en la Armada en aquellos años, Franklin Delano Roosevelt, llegaría a ser el trigésimo segundo presidente de Estados Unidos, de 1933 a 1945, y tendría que navegar una profunda crisis económica y la II Guerra Mundial, además de sortear uno de los momentos más espinosos en la relación siempre espinosa con México: la expropiación petrolera de 1938.
En su discurso inaugural el 4 de marzo de 1933, Roosevelt había ofrecido una nueva política continental a la que llamó “del buen vecino”, aunque con tal vecino, durante cien años, México había librado una guerra desigual, perdido la tercera parte de su territorio y suscrito, con el cañón de una pistola amartillada apuntándole a la nuca, el Tratado de Guadalupe Hidalgo.
Pero Roosevelt era un político sagaz, urgido por elevar el nivel de las relaciones con América Latina, particularmente con un México que se reconstruía después de una dolorosa revolución.
Para esa tarea se sirvió de su antiguo jefe, a quien mandó a la embajada en México diez días después de tomar posesión de la presidencia. Era un representante personal, alguien en quien confiaba y no un diplomático de carrera convencido de la inevitabilidad del “destino manifiesto” como los aristócratas de escuelas exclusivas de una sociedad snob, o bien, imitadores de las clases acomodadas que pululaban en el Departamento de Estado.
El presidente pareció seguir el ejemplo de Abraham Lincoln, quien confió “la más importante relación internacional” a su correligionario Thomas Corwin, cabeza de la oposición a la guerra con México, y de Wilson, quien aún fresca la sangre de Francisco I. Madero, despachó a dos cercanos: el periodista William Bayard Hale para confirmar la participación del embajador Henry Lane Wilson en el asesinato de Madero y José María Pino Suárez y a John Lind, para enfrentarse a Victoriano Huerta.
El 7 de marzo de 1933, Washington informó al gobierno de México de su intención de nombrar a Daniels y el placet se obtuvo en 24 horas, velocidad inusitada para un gobierno que, apenas unos meses antes, había negado el permiso a un agregado naval a la embajada de Estados Unidos porque había sido uno de los oficiales de las fuerzas invasoras en Veracruz.
La diplomacia mexicana se vio atrapada entre ofender al presidente del poderoso país del norte y la posibilidad, por remota que pareciera, de que la “política del buen vecino” se instrumentara para sanear una relación herida entre las dos naciones.
El presidente Abelardo Rodríguez aceptó de mala gana. El tono airado con que se recibió la noticia en México hizo que el secretario de Estado, Arthur Bliss Lane, enviara una nota oficial en la que subrayaba que el nominado era un “viejo, cercano y confiable amigo” de Roosevelt y su nombramiento prueba “del profundo interés” de Estados Unidos de “mantener buenas relaciones con México”.
La reacción de la prensa mexicana no fue de bienvenida y el pueblo tampoco recibió con agrado la noticia. El 24 de marzo la embajada gringa fue apedreada y hubo manifestaciones de estudiantes. En Monterrey, se dieron movilizaciones. Incluso la comunidad empresarial estadounidense en México recibió con desagrado el nombramiento.
El semanario Omega de la capital de la república reflejó el sentir del momento: “El embajador Daniels lleva sobre los hombros el peso de la ocupación de Veracruz. La memoria de ese inicuo atentado contra nuestra soberanía ocasionará que el nuevo enviado encuentre una helada atmósfera entre nosotros.”
En realidad, si bien Daniels no era un experto en asuntos de México (y no hablaba español), tampoco era ajeno a la situación del país en donde representaría durante nueve años a su gobierno.
La cercanía con Roosevelt permitió a Daniels una poco común capacidad de maniobra y en más de una ocasión desestimó instrucciones directas para presionar o amenazar al gobierno de Lázaro Cárdenas en el asunto de la expropiación.
En el Departamento de Estado se resignaron a que el jefe de la representación en México no fuera un empleado al que se le pudiera exigir el mecánico cumplimiento de instrucciones. Se quejaban de que en México debían lidiar con un gobierno respondón “y con nuestro embajador”.
En este contexto, pese a los desfavorables augurios iniciales en torno a su nombramiento, logró, al cabo de nueve años, distinguirse como quizá el mejor Embajador de Estados Unidos en México a la fecha.
Daniels, ajeno a sutilezas diplomáticas, denunció la colusión entre un Departamento de Estado amamantado en la doctrina del gran garrote, parida en 1902 por el presidente Teddy Roosevelt y las empresas expropiadas para aplicar a México la mano dura.
De manera personal y oficial sostuvo la convicción de que mientras ganaran dinero, ni a la Standard ni a las otras empresas les importaba el daño a otros intereses comerciales “o a la Política del Buen Vecino en la que tantas esperanzas tenemos”.
Y sobre la guerra de propaganda desatada por las petroleras y sus cofrades en Washington, Daniels no tuvo pelos en la lengua: “Lo más bajo a que llegó […] fue la de la revista Atlantic Monthly, una de mis favoritas hasta que se degradó entregándose a los intereses petroleros. Cayó de las alturas al más profundo abismo y se ganó el desprecio de todos quienes vieron que una revista que durante mucho tiempo gozó de la confianza popular había perdido la decencia, como lo fue, cuando abrazó la campaña de las compañías de petróleo que deseaban que Estados Unidos le declarara la guerra a México”.
Pero la cordura y el buen juicio prevalecieron. Según el embajador, en esta guerra de nervios instigada desde las oficinas de las petroleras en Londres y Nueva York, “dos funcionarios públicos conservaron la cabeza mientras muchos otros la perdían a su alrededor: Franklin Roosevelt en la Casa Blanca, autor de la doctrina del buen vecino, y Josephus Daniels, el delegado de esa doctrina en la República Mexicana”.
Daniels estaba convencido de que el proyecto cardenista, incluyendo la expropiación, daría a las masas “más riqueza y capacidad de compra”, con lo cual México sería un mejor mercado para productos estadounidenses y fortalecería la resistencia contra los avances del comunismo y el fascismo.
No cerró los ojos la vigorosa movilización desatada por la expropiación, e hizo ver a los formuladores de política de la Casa Blanca que esta fue esencial para amalgamar el espíritu de México, en donde privaba la sensación de que la medida de Cárdenas era el símbolo de la unidad nacional.
En un pasaje de su libro Diplomático en mangas de camisa, en donde no oculta su admiración por el cardenismo, Daniels describió el impacto que le causó la reacción popular desatada el 18 de marzo, particularmente las aportaciones populares en el vestíbulo del Palacio de las Bellas Artes: “Fue como si hubiera llegado el día de la liberación”.
12 de marzo de 2023
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A un joven escritor, carta de Xavier Villaurrutia a Edmundo Valadés

Edmundo Valadés, tenía 19 años y era alumno de la secundaria #7, en el antiguo DF, donde Xavier Villaurrutia era su maestro
Para Adriana y su gato negro.
Por Miguel Ángel Sánchez de Armas
Con fuerza y cariño, con agudeza y sensibilidad irradiadas del Rilke de Cartas a un joven poeta, a mediados de 1934, el gran Xavier Villaurrutia le dirigió una carta a un joven en quien la llama de la vocación literaria ardía intensamente.
Era un muchacho de apenas 19 años llamado Edmundo Valadés, alumno de la secundaria #7, en donde Villaurrutia era maestro.
Y fue en aquel De eFe que aún esplendía como la región más transparente del aire y Los contemporáneos daban clases en las escuelas públicas y viajaban en camión y tranvía.
Edmundo nació con la timidez a cuestas y la inseguridad lo asaeteó toda su vida. Pero más de medio siglo después, recordaba este episodio como uno de los alientos más formativos para su voz interior literaria, como me dijo en nuestras Conversaciones a mediados de los noventa del siglo pasado.
Había enviado una carta de su puño y letra pidiendo consejo al poeta para «obtener la mágica fórmula» con objeto de decidir qué propósitos literarios debían normar su literatura: “si el juego de la inteligencia; si como expresión de juvenil nacionalismo o como obligada al servicio de causas universales”.
Todas sus preguntas habían sido planteadas “en ingenuo y superficial esbozo”, dándole el tratamiento de vos, “por lo que me regaña cordialmente disgustado y que, sin embargo, le permitieron adelantarse en las verdaderas preocupaciones que no llegué a expresarle –la necesidad de conocerme, de definirme intelectualmente, de saber si era capaz y tenía talento literario- y a las que él respondió con la bella lección, con sabia y valiente invitación, valedera para todos los jóvenes y viva en esta carta […]”.
Edmundo Valadés es una de las figuras tutelares con las que me bendijo Fortuna. A casi tres décadas de que nos dejara para alcanzar su estado de gracia, quise compartir con mis lectores este texto que no ha perdido, ni perderá, vigencia. Y que habiendo sido dirigido a una persona en particular -como Rilke escribió a Franz Xavier Kappuz cuando éste también tenía 19 años- hoy son luminarias en el sendero a la creación literaria.
Estimado amigo:
No me gusta el tono de su carta. El uso de expresiones rebuscadas -que sólo se emplean para dirigirse a los tiranos- me molestó al grado de que estuvo usted a punto de quedarse sin respuesta. He acabado por ver en ello la muestra de su ingenuidad y esto le ha salvado a usted. Pero piense, en todo caso, que una mayor sencillez le habría asegurado más pronto y mejor confianza.
Me confía sus dudas, sus temores acerca de la actividad literaria que ha empezado usted a emprender. Me interroga acerca de los caminos que debe seguir en un momento en que yo creo advertir una de esas crisis de adolescencia o de primera juventud que serán cada vez más frecuentes y siempre menos peligrosas de lo que usted pudiera pensar. Si sus dudas fueran más claras, si sus temores estuvieran más abiertamente dibujados, si sus interrogaciones fueran más precisas, yo correspondería en la misma moneda, con afirmaciones claras, con signos de confianza más delineados y con respuestas más precisas. Pero la claridad de una respuesta y también su eficacia depende de la claridad de la pregunta. Por eso mi carta tendrá, sin duda, el aspecto de esas respuestas que damos a preguntas que no hemos entendido bien o que hemos oído pensando más acá o más allá de donde debiéramos.
El grupo en el que usted me cuenta y en el que yo mismo me incluyo se formó casi involuntariamente por afinidades secretas y por diferencias más que por semejanzas. «Grupo sin grupo» le llamé la primera vez que comprendí que nuestras complicidades privadas, nuestras desemejanzas corteses, nuestras intenciones, diversas en el recorrido pero unidas en el objeto de nuestra ambición, tenían que trascender al público, como sucedió en efecto. «Grupo de soledades» se le ha llamado después, pensando en lo mismo. Un grupo que no lo es. Unas soledades que se juntan. Medite usted en el significado de estas denominaciones hechas sin programa alguno de política literaria y como a pesar nuestro. ¿Qué es lo que ata a estas soledades? ¿Qué es lo que agrupa un momento a unos cuantos seres para separarlos en seguida? Desde luego, la semejanza de nuestras edades, de nuestros gustos más generales, de nuestra cultura preservada en momentos en que nadie cree necesitarla para nutrir sus íntimas vetas. Además, nuestro deseo tácito de no hacer trampas, de apresurarnos lentamente, de no caer en el éxito fácil, de no cambiar nuestra personal inquietud por un plato de comodidades, de falsa autoridad, de auténtica fortuna.
Ahora se preguntará usted ¿qué es lo que desata a estas soledades juntas y disuelve a este grupo? Nada más sencillo que hallar una respuesta: la personalidad de cada uno. El vecino respeta la mía y yo la del vecino. La libertad es entonces, aunque pueda parecer mentira, el lazo que al mismo tiempo, nos une y nos separa. Pero esta libertad es lo único que nos ayuda a respirar abiertamente en un clima en el que juntos estamos satisfechos, tanto como si estuviéramos separados. En nada se parece un poema de Gorostiza a otro de Gilberto Owen. En nada una página de Cuesta a una página mía. Y no obstante, un lazo imperceptible (ese lazo imperceptible que usted ha advertido) las une. Sin quererlo, sin pretenderlo, pero sin rechazarlo ni negarlo, se ha formado, más en la mente de los escritores que nos preceden o nos siguen que en la realidad misma, un grupo, una generación. El hecho de que se nos considere unidos nos viene, pues, de fuera. Ni un programa, ni un manifiesto que provoquen esta idea hemos formulado. Pero puesto que la idea existe, la aceptamos y seguimos juntando nuestras soledades en revistas, en teatros, en obras, y hasta en lo que usted llama nuestra influencia.
Por si te lo perdiste: Ve y dilo en la montaña, James Arthur Baldwin (losangelespress.org)
Y puesto que me habla de nuestra influencia, le diré que yo también la advierto en muchos espíritus jóvenes y, como usted dice, en algunos maduros o que lo parecían. En usted mismo, en la actitud que revela al escribirme, está presente. Hay en su carta, por debajo de la exagerada modestia con que está redactada, un deseo de aclarar un problema hasta el fin, una avidez de conocerse, un deseo de buscar los caminos de la salvación de su espíritu por medio de la actitud crítica, en que reconozco nuestra descendencia. Porque eso, la actitud crítica es lo que aparta a nuestro grupo de los grupos vecinos. Esta actitud preside, como una diosa invisible, nuestras obras, nuestras acciones, nuestras conversaciones y, por si esto fuera poco, nuestros silencios. Esta actitud es la que ha hecho posible que la poesía de nuestro país sea una antes de nosotros y otra ahora, con nosotros. Más interior, más consciente, más difícil ahora, porque se opone a la superficial de los modernistas, a la involuntaria de los románticos, a la fácil de los cancionistas. Y no sólo la poesía… Pero ya habrá usted pensado que yo no respondo al menos directamente, a sus particulares e imprecisas cuestiones. Y, sin embargo, creo que para contestarle no tengo otro recurso que este de rodear los temas que a usted parecen desvelarle.
La crítica y la curiosidad han sido nuestros dióscuros; al menos, han sido los míos. Bajo la constelación de estos hijos gemelos de Leda transcurre la vida de mi espíritu. Ya Ulises, la revista que dirigimos Salvador Novo y yo, lo revelaba públicamente: Revista de curiosidad y crítica. La curiosidad abre ventanas, establece corrientes de aire, hace volver los ojos hacia perspectivas indefinidas, invita al descubrimiento y a la conquista de increíbles Floridas. La crítica pone orden en el caos, limita, dibuja, precisa, aclara la sed y, si no la sacia, enseña a vivir con ella en el alma. Si usted piensa, por curiosidad y con crítica, en los epígrafes que aparecen al frente de cada número de nuestra revista, hallar la única doctrina de ésta y la de los jóvenes que navegamos en ella, a la deriva, encontrando pasos de mar en el mar que es de todos, perdiéndonos para volver a encontrarnos. «Es necesario perderse para volver a encontrarse», dice Fenelón. Y, pensando en la salvación del alma, San Juan escribe: «De cierto que el que no naciere otra vez, no puede ver el reino de Dios».
¿Tendré que citar de memoria la frase de San Mateo que aprendí en André Gide acerca de la salvación de la vida? «Aquel que quisiera salvarla, la perderá -dice el evangelista-, y sólo el que la pierda la hará verdaderamente viva». Releyendo una página de Chesterton, encuentro algo que es, en esencia, idéntico pero que se acomoda mejor a la crisis del espíritu en que usted parece hallarse: «En las horas críticas, sólo salvará su cabeza el que la haya perdido». ¿Ha perdido usted la suya? Mi enhorabuena. Piérdala en los libros y en los autores, en los mares de la reflexión y de la duda, en la pasión del conocimiento, en la fiebre del deseo y en la prueba de fuego de las influencias, que, si su cabeza merece salvarse, saldrá de esos mares, buzo de sí misma, verdaderamente viva.
Leer más del autor: Ricardo Garibay: el volcán solitario – (losangelespress.org)
Otros seres hay que esperan salvarse cerrando los ojos, procurando ignorar todo lo que pueden -según ellos- dañarlos. Se diría que no salen a la calle para no mojarse o para no mojar el paraguas de su alma. Vírgenes prudentes, maduran antes de crecer y, a menudo, no crecen. Temen las influencias y ese mismo temor los lleva a caer en las más enrarecidas, en las únicas que no son alimento del espíritu. Odian la curiosidad, la universalidad, la aventura, el viaje del espíritu. Echan raíces antes de tener troncos y ramas que sostener. Hablan de la riqueza de su suelo y de su patrimonio, que pretenden salvar conservándolos… Entre ellos no podrá usted contarnos. Y si alguno de los artistas que forman, involuntariamente, nuestro grupo de soledades ha sentido la necesidad momentánea de abogar, ante los espíritus más jóvenes, por la prudencia y la inmovilidad, oponiéndolas a la curiosidad y al viaje del espíritu, es porque la libertad entre nosotros es tan grande que no excluye las traiciones y porque en estas traiciones se pierde la cabeza que sólo así habrá de salvarse.
Creo haber satisfecho su deseo. Me perdonará la forma indirecta y velada de hacerlo, pensando en que sus preguntas no eran menos indirectas y veladas.
Créame su atento amigo.
26 de febrero de 2023
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