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Cuando el periodismo murió en un sismo
El periodismo en Oaxaca en la cobertura del terremoto de 8.2 grados en escala de Richter del 7 de septiembre de 2017

Humberto Sesma Vázquez*
La cobertura de una catástrofe como la ocurrida con los terremotos del mes pasado no es algo sencillo, pero debería ser algo que ponga a prueba toda la capacidad informativa y narrativa de los periodistas.
Es, digamos, una prueba de fuego que no cualquiera aprueba. Es más, nadie aprobó y me refiero, para tristeza del oficio, a los colegas de los mal llamados “medios nacionales”.
Si el sismo del día 7 despertó la capacidad de los reporteros oaxaqueños para dar una cobertura íntegra, en todo el sentido de la palabra, a la tragedia, explorando y explotando los géneros olvidados como la crónica, la entrevista y el reportaje, además de excelentes notas cargadas de descripción más que de opinión y de fotografías más que elocuentes, el terremoto del día 19 reveló la mediocridad de la mayoría de reporteros de la Ciudad de México.
Nadie aprendió la lección, en materia periodística, del 19 de septiembre de 1985. Esa mañana, mientras la gente en la capital del país apenas se sobreponía de su asombro y terror, dos periodistas informaban el saldo del movimiento telúrico.
Contrario a lo que se pensaba (y quizá se siga creyendo), Jacobo Zabludovsky no recibió línea alguna y tuvo toda la libertad para narrar con cuidadosa exactitud precisamente lo que sus ojos estaban viendo. Y mientras él daba cuenta de derrumbes, desplomes, gritos de auxilio, incendios y devastación, su contraparte en Imevisión, Joaquín López Dóriga, hacia esfuerzos ridículos acallando a sus reporteros: “dame datos ciertos”, les decía; “pero Joaquín, el edificio se cayó”, le respondían, y al corte. López Dóriga tergiversando las cosas, en un intento fútil de minimizar la tragedia. Por ejemplo, esa inolvidable frase de “nos informan, repito, nos informan que el edificio Nuevo León en Tlatelolco presenta algunas cuarteaduras”, cuando todo el mundo ya sabía que se había desplomado.
***
Esta vez, quizá por ser muy local, quizá por orgullo, quizá porque verdaderamente hay oficio, los medios oaxaqueños dieron un puntual y asertivo seguimiento al fenómeno que sacudió a Oaxaca casi a la media noche.
Y, aunque la información no fluyó tan rápidamente como se hubiera deseado, en las redacciones de los medios locales pasamos de hacer una llamada en portada, a ser la portada misma, en cuestión de una hora, dado el horario de cierre.
Nadie en Oaxaca inventó nada ni estremeció con notas alarmistas ni falsas. Me parece que el periodismo local merece un reconocimiento si lo comparamos con los “nacionales” que supuestamente cubrían (o intentaban cubrir) las cosas en la Ciudad de México en el sismo del día 19 de septiembre, coincidentemente.
Antes de que ninguna televisora pudiera revelarnos la magnitud de la tragedia en la capital del país, usuarios de You Tube ya atiborraban sus cuentas con videos propios y caseros, tomados con sus celulares. Las primeras imágenes de la catástrofe no provinieron de las cámaras y micrófonos de los reporteros, sino de las cuentas de You Tube y acaso alguien en Periscope o Facebook live.
Nadie publicó crónica, entrevistas, un reportaje sobre algún edificio colapsado, con especialistas, con sismólogos, con nadie. Pasó de noche casi para todos los reporteros. A los pocos días eran los editorialistas y columnistas de los diarios “nacionales” quienes más datos informaban en sus espacios.
A la falta de oficio, apareció la especulación. La invención y el alarmismo. El descrédito al periodismo. Como ejemplo está el de la famosa “Frida Sofía”, una niña que supuestamente estaba bajo los escombros de lo que fue el colegio Enrique Rébsamen, y que Televisa usó durante varios días para atraer la atención, quizá, de su baja audiencia, o tal vez para distraer a la opinión pública de otros edificios con gente sepultada, como el de Álvaro Obregón 286.
Como si se tratara de una novela y no de un suceso real en curso, Televisa apostó cámaras, micrófonos, personal e infraestructura para rescatar (y con ella a otros cientos de niños) a una “Frida Sofía” inexistente.
Entre el dolor y desesperación de los niños atrapados entre los escombros de la institución, se creó una esperanza de vida, la de una niña que estaba con vida y pidió agua. Pero la historia fue un fraude.
La cuenta de Twitter de Azteca Noticias publicó un video en el que Hannia Nobel señaló que tras la verificación de las listas de estudiantes registrados en la escuela, no se encontró ninguna niña que respondiera al nombre de “Frida Sofía”. Y se desplomó la credibilidad de la Televisora de los Azcárraga, pero más, la credibilidad del oficio periodístico.
Al contrario de lo que sucedió en Oaxaca, no hubo reporteros haciendo crónicas ni entrevistas ni reportajes. Nada. Hasta el asunto de la directora del Colegio Rébsamen resultó algo oscuro, difuso y confuso.
Fue más creíble y preferible, por vez primera en la historia reciente del periodismo en México, escuchar los informes de las autoridades. Luego, habida cuenta de que en otras tragedias la ayuda humanitaria se ha perdido, a ningún reportero se le ocurrió iniciar un seguimiento de los donativos y fondos que se estaban recibiendo. A estas alturas algún vival ya les comió el mandado.
***
El periodismo oaxaqueño no jugó a especular, no inventó historias, no jugó al engaño ni al alarmismo. Estuvo a la altura de las circunstancias. El de la Ciudad de México pasó de noche.
Después de 22 años de verlo con desdén por sus dichos y posiciones sobre la prensa española (el periodismo en general), por fin le damos la razón al escritor y también periodista Manuel Vicent Recatalá, quien publicó en El País en 1996 que un periodista “es un sujeto que escribe a toda velocidad de cosas que generalmente ignora y lo hace de noche y la mayoría de las veces cansado o borracho y que no teniendo talento para ser escritor ni coraje para ser policía se queda sólo en un chismoso”.
Sí, Vicent por fin tiene la razón. Al menos en el punto exacto de la cobertura de los sismos en la Ciudad de México por parte de un supuesto ejército de reporteros que tienen y conocen sus fuentes y pudieron ser más informativos y narrativos, pero simplemente fueron a escribir nota del día. El sismo y sus damnificados.
¿Acaso hubo algún reportero o medio que hiciera un recuento fiel, alejado de las conveniencias gubernamentales, apegado a la realidad, de la situación? ¿De todos los edificios colapsados? ¿De la cantidad de víctimas? No. Todos se dedicaron a ensalzar la “solidaridad de los mexicanos en tiempos de tragedias”.
Pero los terremotos de septiembre dejan una gran lección y desvelan una triste realidad: el periodismo en México está en una grave crisis. Especialmente, en los grandes medios y emporios. No así en los medios pequeños y de los estados.
Alguien me comentó que se debe a que la mayoría de reporteros aún no nacía o eran bebés en el sismo de 1985. Pero no lo creo. Simplemente, no hay vocación. O nadie les enseñó.
Si alguien tiene duda, puede ingresar a los portales (en inglés) de “The New York Times”, BBC y hasta CNN y buscar lo relativo al “mexican earthquake september 19th 2017” y nutrirse de las increíbles historias contadas por corresponsales y enviados de esos medios. Realizaron un puntual seguimiento noticioso haciendo uso y gala de todas las técnicas del periodismo, que son universales.
Son conmovedoras, por momentos trágicas, pero en su justa dimensión, sin inventar ni crear terror en los lectores. Sin duda alguna el público de esos medios supo más historias que los propios mexicanos.
Sigo en cambio, con mi reconocimiento a la cobertura en Oaxaca de su sismo del día 7. Hallamos crónicas, entrevistas, reportajes, narraciones, descripciones y detalles de la devastación en el Istmo sin alarmismos, sin crear pánico, pero sobre todo, sin inventarse nada. No necesitamos corresponsales, aunque vinieron desde la Ciudad de México sin pena ni gloria. Tan de noche como en su propia ciudad. Adormilados.
Definitivamente urge una revisión al periodismo que se hace en nuestro país y que luce adormilado.
Los periodistas y los medios locales, estatales, ya dimos una prueba de lo que debe hacerse como cobertura en una tragedia. Ya pusimos el ejemplo. Ojalá así siga caminando, porque la prensa regional es la del futuro, la que sobrevivirá por encima de los que están en todas partes informando exactamente nada: los “medios nacionales”.
Por cierto, aprovecho para tirar otro dardo: internet golpeó a los grandes medios, de todos tipos, de la capital mexicana. Aún muchos no se reponen y otros luchan por reposicionarse. Los medios regionales en cambio no tenemos ese problema.
Sabemos que internet es otro mercado que consume otras cosas y trabajamos para hacer una simbiosis entre ambas plataformas: la digital y la prensa escrita.
Nos hacen falta muchas cosas. La primera, aceptar nuestras limitaciones y dejar de crearse grupos imaginarios de reporteros especializados en nada. La segunda, aprender de quien ya pasó por una experiencia y tiene mucho que enseñar. Y la tercera: compartir los conocimientos y abrir oportunidades. No todo está perdido, al menos en Oaxaca.
*Esta colaboración se publica con la autorización editorial de su fuente original: Suplemento cultural «Cronos», número 117, del periódico Tiempo de Oaxaca, sábado 7 de octubre de 2017.
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El buen pastor, columna de Miguel Ángel Sánchez de Armas

Por Miguel Sánchez de Armas
En el 85 aniversario de la expropiación petrolera y al amparo de la sentencia de Santayana –“Quien olvida el pasado está condenado a repetir los mismos errores”-, recupero cuatro estampas de aquel sexenio.
A principios de 1923, el director del diario News and Observer de Raleigh, Carolina del Norte, denunció en un editorial que su país procrastinaba en otorgar a México un pleno reconocimiento diplomático y urgió a la poderosa república a dispensar al débil vecino del sur toda la ayuda posible.
Este periodista, que llevaba a cuestas el nombre bíblico de Josephus Daniels, era un liberal confeso, vicepresidente de la Liga Antiimperialista, militante del panamericanismo y nada amigo de los corporativos petroleros. Que se expresara así no era de llamar la atención, pues Daniels no era un periodista o político cualquiera.
Como secretario de la Armada en el gobierno de Woodrow Wilson, en 1914 había firmado las órdenes para el bombardeo de Veracruz y la ocupación de la plaza, formalmente en represalia por un “incidente” entre marines gringos y federales mexicanos en Tampico, pero en realidad otro episodio de la disputa por el petróleo mexicano.
Su segundo de a bordo en la Armada en aquellos años, Franklin Delano Roosevelt, llegaría a ser el trigésimo segundo presidente de Estados Unidos, de 1933 a 1945, y tendría que navegar una profunda crisis económica y la II Guerra Mundial, además de sortear uno de los momentos más espinosos en la relación siempre espinosa con México: la expropiación petrolera de 1938.
En su discurso inaugural el 4 de marzo de 1933, Roosevelt había ofrecido una nueva política continental a la que llamó “del buen vecino”, aunque con tal vecino, durante cien años, México había librado una guerra desigual, perdido la tercera parte de su territorio y suscrito, con el cañón de una pistola amartillada apuntándole a la nuca, el Tratado de Guadalupe Hidalgo.
Pero Roosevelt era un político sagaz, urgido por elevar el nivel de las relaciones con América Latina, particularmente con un México que se reconstruía después de una dolorosa revolución.
Para esa tarea se sirvió de su antiguo jefe, a quien mandó a la embajada en México diez días después de tomar posesión de la presidencia. Era un representante personal, alguien en quien confiaba y no un diplomático de carrera convencido de la inevitabilidad del “destino manifiesto” como los aristócratas de escuelas exclusivas de una sociedad snob, o bien, imitadores de las clases acomodadas que pululaban en el Departamento de Estado.
El presidente pareció seguir el ejemplo de Abraham Lincoln, quien confió “la más importante relación internacional” a su correligionario Thomas Corwin, cabeza de la oposición a la guerra con México, y de Wilson, quien aún fresca la sangre de Francisco I. Madero, despachó a dos cercanos: el periodista William Bayard Hale para confirmar la participación del embajador Henry Lane Wilson en el asesinato de Madero y José María Pino Suárez y a John Lind, para enfrentarse a Victoriano Huerta.
El 7 de marzo de 1933, Washington informó al gobierno de México de su intención de nombrar a Daniels y el placet se obtuvo en 24 horas, velocidad inusitada para un gobierno que, apenas unos meses antes, había negado el permiso a un agregado naval a la embajada de Estados Unidos porque había sido uno de los oficiales de las fuerzas invasoras en Veracruz.
La diplomacia mexicana se vio atrapada entre ofender al presidente del poderoso país del norte y la posibilidad, por remota que pareciera, de que la “política del buen vecino” se instrumentara para sanear una relación herida entre las dos naciones.
El presidente Abelardo Rodríguez aceptó de mala gana. El tono airado con que se recibió la noticia en México hizo que el secretario de Estado, Arthur Bliss Lane, enviara una nota oficial en la que subrayaba que el nominado era un “viejo, cercano y confiable amigo” de Roosevelt y su nombramiento prueba “del profundo interés” de Estados Unidos de “mantener buenas relaciones con México”.
La reacción de la prensa mexicana no fue de bienvenida y el pueblo tampoco recibió con agrado la noticia. El 24 de marzo la embajada gringa fue apedreada y hubo manifestaciones de estudiantes. En Monterrey, se dieron movilizaciones. Incluso la comunidad empresarial estadounidense en México recibió con desagrado el nombramiento.
El semanario Omega de la capital de la república reflejó el sentir del momento: “El embajador Daniels lleva sobre los hombros el peso de la ocupación de Veracruz. La memoria de ese inicuo atentado contra nuestra soberanía ocasionará que el nuevo enviado encuentre una helada atmósfera entre nosotros.”
En realidad, si bien Daniels no era un experto en asuntos de México (y no hablaba español), tampoco era ajeno a la situación del país en donde representaría durante nueve años a su gobierno.
La cercanía con Roosevelt permitió a Daniels una poco común capacidad de maniobra y en más de una ocasión desestimó instrucciones directas para presionar o amenazar al gobierno de Lázaro Cárdenas en el asunto de la expropiación.
En el Departamento de Estado se resignaron a que el jefe de la representación en México no fuera un empleado al que se le pudiera exigir el mecánico cumplimiento de instrucciones. Se quejaban de que en México debían lidiar con un gobierno respondón “y con nuestro embajador”.
En este contexto, pese a los desfavorables augurios iniciales en torno a su nombramiento, logró, al cabo de nueve años, distinguirse como quizá el mejor Embajador de Estados Unidos en México a la fecha.
Daniels, ajeno a sutilezas diplomáticas, denunció la colusión entre un Departamento de Estado amamantado en la doctrina del gran garrote, parida en 1902 por el presidente Teddy Roosevelt y las empresas expropiadas para aplicar a México la mano dura.
De manera personal y oficial sostuvo la convicción de que mientras ganaran dinero, ni a la Standard ni a las otras empresas les importaba el daño a otros intereses comerciales “o a la Política del Buen Vecino en la que tantas esperanzas tenemos”.
Y sobre la guerra de propaganda desatada por las petroleras y sus cofrades en Washington, Daniels no tuvo pelos en la lengua: “Lo más bajo a que llegó […] fue la de la revista Atlantic Monthly, una de mis favoritas hasta que se degradó entregándose a los intereses petroleros. Cayó de las alturas al más profundo abismo y se ganó el desprecio de todos quienes vieron que una revista que durante mucho tiempo gozó de la confianza popular había perdido la decencia, como lo fue, cuando abrazó la campaña de las compañías de petróleo que deseaban que Estados Unidos le declarara la guerra a México”.
Pero la cordura y el buen juicio prevalecieron. Según el embajador, en esta guerra de nervios instigada desde las oficinas de las petroleras en Londres y Nueva York, “dos funcionarios públicos conservaron la cabeza mientras muchos otros la perdían a su alrededor: Franklin Roosevelt en la Casa Blanca, autor de la doctrina del buen vecino, y Josephus Daniels, el delegado de esa doctrina en la República Mexicana”.
Daniels estaba convencido de que el proyecto cardenista, incluyendo la expropiación, daría a las masas “más riqueza y capacidad de compra”, con lo cual México sería un mejor mercado para productos estadounidenses y fortalecería la resistencia contra los avances del comunismo y el fascismo.
No cerró los ojos la vigorosa movilización desatada por la expropiación, e hizo ver a los formuladores de política de la Casa Blanca que esta fue esencial para amalgamar el espíritu de México, en donde privaba la sensación de que la medida de Cárdenas era el símbolo de la unidad nacional.
En un pasaje de su libro Diplomático en mangas de camisa, en donde no oculta su admiración por el cardenismo, Daniels describió el impacto que le causó la reacción popular desatada el 18 de marzo, particularmente las aportaciones populares en el vestíbulo del Palacio de las Bellas Artes: “Fue como si hubiera llegado el día de la liberación”.
12 de marzo de 2023
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A un joven escritor, carta de Xavier Villaurrutia a Edmundo Valadés

Edmundo Valadés, tenía 19 años y era alumno de la secundaria #7, en el antiguo DF, donde Xavier Villaurrutia era su maestro
Para Adriana y su gato negro.
Por Miguel Ángel Sánchez de Armas
Con fuerza y cariño, con agudeza y sensibilidad irradiadas del Rilke de Cartas a un joven poeta, a mediados de 1934, el gran Xavier Villaurrutia le dirigió una carta a un joven en quien la llama de la vocación literaria ardía intensamente.
Era un muchacho de apenas 19 años llamado Edmundo Valadés, alumno de la secundaria #7, en donde Villaurrutia era maestro.
Y fue en aquel De eFe que aún esplendía como la región más transparente del aire y Los contemporáneos daban clases en las escuelas públicas y viajaban en camión y tranvía.
Edmundo nació con la timidez a cuestas y la inseguridad lo asaeteó toda su vida. Pero más de medio siglo después, recordaba este episodio como uno de los alientos más formativos para su voz interior literaria, como me dijo en nuestras Conversaciones a mediados de los noventa del siglo pasado.
Había enviado una carta de su puño y letra pidiendo consejo al poeta para «obtener la mágica fórmula» con objeto de decidir qué propósitos literarios debían normar su literatura: “si el juego de la inteligencia; si como expresión de juvenil nacionalismo o como obligada al servicio de causas universales”.
Todas sus preguntas habían sido planteadas “en ingenuo y superficial esbozo”, dándole el tratamiento de vos, “por lo que me regaña cordialmente disgustado y que, sin embargo, le permitieron adelantarse en las verdaderas preocupaciones que no llegué a expresarle –la necesidad de conocerme, de definirme intelectualmente, de saber si era capaz y tenía talento literario- y a las que él respondió con la bella lección, con sabia y valiente invitación, valedera para todos los jóvenes y viva en esta carta […]”.
Edmundo Valadés es una de las figuras tutelares con las que me bendijo Fortuna. A casi tres décadas de que nos dejara para alcanzar su estado de gracia, quise compartir con mis lectores este texto que no ha perdido, ni perderá, vigencia. Y que habiendo sido dirigido a una persona en particular -como Rilke escribió a Franz Xavier Kappuz cuando éste también tenía 19 años- hoy son luminarias en el sendero a la creación literaria.
Estimado amigo:
No me gusta el tono de su carta. El uso de expresiones rebuscadas -que sólo se emplean para dirigirse a los tiranos- me molestó al grado de que estuvo usted a punto de quedarse sin respuesta. He acabado por ver en ello la muestra de su ingenuidad y esto le ha salvado a usted. Pero piense, en todo caso, que una mayor sencillez le habría asegurado más pronto y mejor confianza.
Me confía sus dudas, sus temores acerca de la actividad literaria que ha empezado usted a emprender. Me interroga acerca de los caminos que debe seguir en un momento en que yo creo advertir una de esas crisis de adolescencia o de primera juventud que serán cada vez más frecuentes y siempre menos peligrosas de lo que usted pudiera pensar. Si sus dudas fueran más claras, si sus temores estuvieran más abiertamente dibujados, si sus interrogaciones fueran más precisas, yo correspondería en la misma moneda, con afirmaciones claras, con signos de confianza más delineados y con respuestas más precisas. Pero la claridad de una respuesta y también su eficacia depende de la claridad de la pregunta. Por eso mi carta tendrá, sin duda, el aspecto de esas respuestas que damos a preguntas que no hemos entendido bien o que hemos oído pensando más acá o más allá de donde debiéramos.
El grupo en el que usted me cuenta y en el que yo mismo me incluyo se formó casi involuntariamente por afinidades secretas y por diferencias más que por semejanzas. «Grupo sin grupo» le llamé la primera vez que comprendí que nuestras complicidades privadas, nuestras desemejanzas corteses, nuestras intenciones, diversas en el recorrido pero unidas en el objeto de nuestra ambición, tenían que trascender al público, como sucedió en efecto. «Grupo de soledades» se le ha llamado después, pensando en lo mismo. Un grupo que no lo es. Unas soledades que se juntan. Medite usted en el significado de estas denominaciones hechas sin programa alguno de política literaria y como a pesar nuestro. ¿Qué es lo que ata a estas soledades? ¿Qué es lo que agrupa un momento a unos cuantos seres para separarlos en seguida? Desde luego, la semejanza de nuestras edades, de nuestros gustos más generales, de nuestra cultura preservada en momentos en que nadie cree necesitarla para nutrir sus íntimas vetas. Además, nuestro deseo tácito de no hacer trampas, de apresurarnos lentamente, de no caer en el éxito fácil, de no cambiar nuestra personal inquietud por un plato de comodidades, de falsa autoridad, de auténtica fortuna.
Ahora se preguntará usted ¿qué es lo que desata a estas soledades juntas y disuelve a este grupo? Nada más sencillo que hallar una respuesta: la personalidad de cada uno. El vecino respeta la mía y yo la del vecino. La libertad es entonces, aunque pueda parecer mentira, el lazo que al mismo tiempo, nos une y nos separa. Pero esta libertad es lo único que nos ayuda a respirar abiertamente en un clima en el que juntos estamos satisfechos, tanto como si estuviéramos separados. En nada se parece un poema de Gorostiza a otro de Gilberto Owen. En nada una página de Cuesta a una página mía. Y no obstante, un lazo imperceptible (ese lazo imperceptible que usted ha advertido) las une. Sin quererlo, sin pretenderlo, pero sin rechazarlo ni negarlo, se ha formado, más en la mente de los escritores que nos preceden o nos siguen que en la realidad misma, un grupo, una generación. El hecho de que se nos considere unidos nos viene, pues, de fuera. Ni un programa, ni un manifiesto que provoquen esta idea hemos formulado. Pero puesto que la idea existe, la aceptamos y seguimos juntando nuestras soledades en revistas, en teatros, en obras, y hasta en lo que usted llama nuestra influencia.
Por si te lo perdiste: Ve y dilo en la montaña, James Arthur Baldwin (losangelespress.org)
Y puesto que me habla de nuestra influencia, le diré que yo también la advierto en muchos espíritus jóvenes y, como usted dice, en algunos maduros o que lo parecían. En usted mismo, en la actitud que revela al escribirme, está presente. Hay en su carta, por debajo de la exagerada modestia con que está redactada, un deseo de aclarar un problema hasta el fin, una avidez de conocerse, un deseo de buscar los caminos de la salvación de su espíritu por medio de la actitud crítica, en que reconozco nuestra descendencia. Porque eso, la actitud crítica es lo que aparta a nuestro grupo de los grupos vecinos. Esta actitud preside, como una diosa invisible, nuestras obras, nuestras acciones, nuestras conversaciones y, por si esto fuera poco, nuestros silencios. Esta actitud es la que ha hecho posible que la poesía de nuestro país sea una antes de nosotros y otra ahora, con nosotros. Más interior, más consciente, más difícil ahora, porque se opone a la superficial de los modernistas, a la involuntaria de los románticos, a la fácil de los cancionistas. Y no sólo la poesía… Pero ya habrá usted pensado que yo no respondo al menos directamente, a sus particulares e imprecisas cuestiones. Y, sin embargo, creo que para contestarle no tengo otro recurso que este de rodear los temas que a usted parecen desvelarle.
La crítica y la curiosidad han sido nuestros dióscuros; al menos, han sido los míos. Bajo la constelación de estos hijos gemelos de Leda transcurre la vida de mi espíritu. Ya Ulises, la revista que dirigimos Salvador Novo y yo, lo revelaba públicamente: Revista de curiosidad y crítica. La curiosidad abre ventanas, establece corrientes de aire, hace volver los ojos hacia perspectivas indefinidas, invita al descubrimiento y a la conquista de increíbles Floridas. La crítica pone orden en el caos, limita, dibuja, precisa, aclara la sed y, si no la sacia, enseña a vivir con ella en el alma. Si usted piensa, por curiosidad y con crítica, en los epígrafes que aparecen al frente de cada número de nuestra revista, hallar la única doctrina de ésta y la de los jóvenes que navegamos en ella, a la deriva, encontrando pasos de mar en el mar que es de todos, perdiéndonos para volver a encontrarnos. «Es necesario perderse para volver a encontrarse», dice Fenelón. Y, pensando en la salvación del alma, San Juan escribe: «De cierto que el que no naciere otra vez, no puede ver el reino de Dios».
¿Tendré que citar de memoria la frase de San Mateo que aprendí en André Gide acerca de la salvación de la vida? «Aquel que quisiera salvarla, la perderá -dice el evangelista-, y sólo el que la pierda la hará verdaderamente viva». Releyendo una página de Chesterton, encuentro algo que es, en esencia, idéntico pero que se acomoda mejor a la crisis del espíritu en que usted parece hallarse: «En las horas críticas, sólo salvará su cabeza el que la haya perdido». ¿Ha perdido usted la suya? Mi enhorabuena. Piérdala en los libros y en los autores, en los mares de la reflexión y de la duda, en la pasión del conocimiento, en la fiebre del deseo y en la prueba de fuego de las influencias, que, si su cabeza merece salvarse, saldrá de esos mares, buzo de sí misma, verdaderamente viva.
Leer más del autor: Ricardo Garibay: el volcán solitario – (losangelespress.org)
Otros seres hay que esperan salvarse cerrando los ojos, procurando ignorar todo lo que pueden -según ellos- dañarlos. Se diría que no salen a la calle para no mojarse o para no mojar el paraguas de su alma. Vírgenes prudentes, maduran antes de crecer y, a menudo, no crecen. Temen las influencias y ese mismo temor los lleva a caer en las más enrarecidas, en las únicas que no son alimento del espíritu. Odian la curiosidad, la universalidad, la aventura, el viaje del espíritu. Echan raíces antes de tener troncos y ramas que sostener. Hablan de la riqueza de su suelo y de su patrimonio, que pretenden salvar conservándolos… Entre ellos no podrá usted contarnos. Y si alguno de los artistas que forman, involuntariamente, nuestro grupo de soledades ha sentido la necesidad momentánea de abogar, ante los espíritus más jóvenes, por la prudencia y la inmovilidad, oponiéndolas a la curiosidad y al viaje del espíritu, es porque la libertad entre nosotros es tan grande que no excluye las traiciones y porque en estas traiciones se pierde la cabeza que sólo así habrá de salvarse.
Creo haber satisfecho su deseo. Me perdonará la forma indirecta y velada de hacerlo, pensando en que sus preguntas no eran menos indirectas y veladas.
Créame su atento amigo.
26 de febrero de 2023
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Ricardo Garibay: el volcán solitario

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas
Lo conocí a mediados de 1986 en una mesa de cantina con Andrés León y una pareja cuyos nombres poco después preferí olvidar.
En aquel año de crisis, Andrés me había contratado en su Editorial Océano para un proyecto que se antojaba tan prometedor como vender paletas heladas a los esquimales: armar una colección editorial exclusivamente con autores mexicanos muertos y vivos.
Para mi sorpresa, con la audacia que da la ignorancia y el acicate del desempleo, había conseguido que por amistad (o quizá por lástima) Benítez, Fuentes Mares, Castillo, González Casanova, Musacchio, Molina y Valadés me confiaran parte de su obra. Del panteón literario me había agenciado a Rabasa y a Payno para el catálogo.
Andrés ansiaba lazar a Garibay. Sería un imán para atraer a más escribidores. Teníamos a bordo a los moneros de La Jornada para el diseño de portadas. Íbamos viento en popa. Una amiga que conocía bien a Ricardo concertó la comilona. Nada podía salir mal.
Pero aquella tarde en la taberna me asaltó una premonición aciaga. Durante las primeras horas que se convertirían en madrugada, estuve aguardando con emoción apenas contenida que la explosión del volcán solitario que tenía frente a mi barriera de la faz del salón a nuestra mesa y a todos los demás comensales.
Tenía fijo en la mente el recuerdo de Ezra Pound, proclamado “volcán solitario” por Yeats, por su obra, sí, pero igual por sus tempestades. Incluso adivinaba en el rostro de Garibay los surcos irascibles que ornamentan las fotografías del autor de Los Cantos.
Pero la detonación no llegó. En vez de la hecatombe asistí hipnotizado en una suerte de cornucopia de wisky y asados, a un viaje fantástico por la literatura y por la vida y obra de personajes que hasta ese día yo conocía sólo como nombres de calles.
De ese banquete literario han pasado casi 40 años. Fue continuado por encuentros editoriales que me trituraron como pinole pero que hoy repetiría sin pensarlo dos veces.
En un abrir y cerrar de ojos se llegó el centenario del enorme Ricardo Garibay. Aquí y allá leo memorias que empequeñecen mis propios recuerdos, marginales en su órbita profesional aunque profundos en la admiración.
Y pues no creo en la invención del hilo negro, le pedí a Héctor de Mauleón que me permitiera compartir con mis lectores su propio recuerdo, un episodio revelador de la personalidad de quien nos llegó desde una fiera infancia.
Lo publicó con el sugerente y juguetón título de “El perro bravo de Garibay” en El Universal el 18 de enero pasado.
Así que con enorme gratitud para Héctor, aquí su remembranza. Desde donde dice “Fui a verlo…”, hasta “… correteado siempre.”, el texto es de Mauleón. Vale.
Fui a verlo con Fernanda Monterde a su casa de Cuernavaca, en la que tuvieron que amarrar a un perro bravo para que pudiéramos entrar. Lo recuerdo sentado en su estudio, sitiado entre libros y alteros de papel japonés, y con una bata elegante de seda amarilla.
Habló durante más de tres horas y luego nos corrió, porque ya quería comer.
—Vengan el otro sábado y le seguimos.
No daba tregua: era duro, arrogante, ingenioso, burlón. Y sobre todo, culto: canijamente culto.
“Yo solo soy humilde ante la página en blanco. Ante los demás, soy el rey”, solía decir.
Cuenta Josefina Estrada que su hija armó una vez un voluminoso currículo que daba cuenta de los oficios que él había practicado a lo largo de 60 años: sparring, boxeador, inspector de precios en mercados y cabarets, empadronador, jefe de prensa, periodista, maestro, actor, guionista de cine, conductor de televisión… Un currículum que incluía la lista infinita de publicaciones dispersas en diarios, suplementos y revistas.
Él la rompió y tiró las hojas de papel, hechas jirones, al cesto de basura: “Nada de esto sirve —dijo—. El currículo solo debe decir: Ricardo Garibay, escritor. Cincuenta libros publicados”.
Pero esa presentación no alcanza. Porque debió decir también “maestro del lenguaje”. Y porque escribir “Cincuenta libros publicados” no aclara el hecho de que entre estos se encuentren algunas de las piezas más bellas, más hondas, más ciertas, más vivas, más crudas de la literatura mexicana.
Y ni siquiera así se podría uno dar una idea del golpe con los puños, de la bocanada de aire, del torrente de vida, del prodigio del lenguaje que son “Beber un cáliz”, “Fiera infancia”, “Cómo se gana la vida”, “El joven aquel”, “La casa que arde de noche” y “Par de Reyes”…
Tal vez no hay escritor mexicano que haya dejado en su literatura tantos y tan continuos rastros autobiográficos. Garibay se contaba, se escribía continuamente. Su vida comenzó de manera triste y atroz, con las golpizas que un padre fracasado, colérico, frustrado, le propinaba:
“Semejante a la noche baja una vez y otra vez mi padre hasta mi infancia. Es un negro emperador de nariz afilada y tremendas cejas, y bigotes en punta. Sus manos son de hierro y baja a cachetearme, a patearme, a tirarme de los cabellos, a hacerme bailar y defecar a cinturonazos, a vociferar sus órdenes y burlas a boca de jarro hasta bañarme con su recio aliento…”.
Por las noches, mientras en la casa todos dormían, con el hambre y la orfandad de sus 20 años, Garibay se quedaba en la mesa del comedor, oía el paso de los trenes, pensaba en la gente que se iba —“y esto era la bruma del futuro, el mío”—, y escribía poemas e historias mientras el frío entraba por la ventana y él buscaba “su” literatura, “una que yo tenía que hacer”.
Garibay cuenta que ver extinguirse a su padre era cobrar los réditos de tantos gritos y tantos golpes. Esto le haría escribir dos libros que son en realidad dos confesiones brutales de las que luego iba a arrepentirse (“Beber un cáliz” y “Fiera infancia”), aunque también le harían comprender que, si el dolor no existe para ser escrito, se vuelve entonces un dolor inútil: una carga lamentable.
De manera que no es casual que, en medio del dolor, y con una vida llena de búsquedas o bien de trenes que se iban, Garibay se haya dedicado a escribir. “Soy profundamente feliz escribiendo, y además lo hago con naturalidad… Que quede claro: escribo porque es una forma de felicidad”.
Poniatowska me dijo que no había nadie como Garibay para reproducir el habla de la gente, que pudo haber sido el narrador mayor del siglo XX mexicano, incluso por arriba de Martín Luis Guzmán. Pero se metió al cine, a hacer guiones para Gavaldón y para Ismael Rodríguez, y todo se fue al caño. “No escribí nada que no fuera puntualmente convertido en película mexicana”, se quejó luego. Nada “que no quedara plagado de lo que plagaba las películas nacionales desde hacía 40 años”. Nada que pudiera evitar que el productor preguntara: “¿Entonces dónde entran las canciones?”.
Dejó sin embargo el guion extraordinario de “Los hermanos del hierro”, y ecos de su oído privilegiado en los diálogos de decenas de filmes.
Se fue despacio, como lo había hecho su padre. Iba de la cama en que estaba postrado a la silla de ruedas. En la antología general de su obra, que sabiamente preparó, Josefina Estrada cuenta que en sus últimos días le pedía a su nuera que le leyera poemas, los mismos que incansablemente había citado en sus divertidos, inolvidables programas de televisión.
Murió en mayo de 1999. Hoy [18 de enero] se cumple un siglo de su nacimiento y qué mejor momento para abrir un libro y oírlo contar.
El sábado aquel, el perro bravo de Garibay, que era un poco como sus libros, nos correteó hasta la puerta. El recuerdo de esa última conversación nos ha correteado siempre.
19 de febrero de 2023
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